
Esta entrega va dedicada a los aeronáuticos de mi generación, es decir, la de los llamados “Baby Boomers”, que, entre otras tantas cosas agradables, en nuestra juventud tuvimos la oportunidad de maravillarnos en los aeropuertos con la irrupción de los jets, de los Jumbos y del Concorde, además de disfrutar tanto en las terminales aéreas como en vuelo de extraordinarios niveles de servicio que el moderno modelo de alta eficiencia operativa en el aerotransporte la verdad, hace añorar.
Acabo de ingresar a las habitaciones que mi casi nonagenaria madre emplea en nuestro domicilio sólo para toparme en él con el aroma de una muy española “Lavanda Puig”. Apenas anoche pasé por mi novia —así es, a esta edad tengo una, oliendo a la también españolísima “Agua Brava”. Solo falta que esta tarde mi sobrina le lleve a mi mamá al bisnieto oliendo a “Nenuco”.
Yo no sé a usted estimado lector, pero los aromas tienen la capacidad de transportarme en el tiempo; de esta manera la “Lavanda Puig” me lleva a ese mayo de 1972 cuando tuve la oportunidad de cruzar el Atlántico del Norte a bordo del primer Boeing 747 de Iberia, uno de la versión 100 con matrícula EC-BRO con un muy apropiado nombre “Cervantes”, en el que entre otras amenidades propias de la aviación comercial de comienzos de los años setenta, y más en el de larga distancia, los de Iberia habían decidido ser generosos con sus pasajeros, permitiéndoles acceder a una importante dotación de toallitas humedecidas con dicha entonces popular fragancia con origen en esos franquistas años, en los que hay que decirlo, la magia de la vieja y tradicional España, que nos guste o no reconocer dadas ciertas filias y fobias políticas y familiares, estaba en su apogeo.
La de 1972 no fue mi primera experiencia transatlántica; poseo y de hecho me permito sumar al presente una imagen de quien firma esta columna bajando en 1964 de un Douglas DC-8-52, también de Iberia, en brazos de un sobrecargo en el entonces Aeropuerto de Barajas en Madrid, hoy día “Adolfo Suárez”, procedente de la Ciudad de México con escala en Hamilton, Bermudas, seguramente luego de haber sido refrescado por mi madre con Agua de Colonia “Flor de Naranja” de Sanborns en lo que fue mi primer vuelo en avión. Podría apostar que mi progenitora y mi abuela bajaron de la misma aeronave bañadas en Chanel “Número 5”, mientras que el abuelo hizo lo propio con un “Eau Savage” de Dior. De habernos acompañado, mi padre hubiese olido por lo menos a “Old Spice”.
Por cierto, al hacer alguna consulta en el internet para elaborar el este texto y validar algún dato, me di cuenta de un grave error en mi historial aéreo transatlántico que refiere que contrario a lo que por décadas el que creí debía el primer registro en mi bitácora de vuelos no corresponde a un México-Santo Domingo-Madrid, ruta que hoy descubro comenzó a ser operada hasta el año 1967, sino al referido México-Hamilton-Madrid.
Si bien no estoy exento de caer en algún error, procuro compartir datos confiables en mis publicaciones. ¿Qué arrogancia sería pretender saberlo todo o pensar que se tienen solamente datos correctos, verdad? ¿Será que los años contribuyan a sumar humildad? Eso está por verse, en especial ante la cantidad de “viejos testarudos” que hay por ahí.
Lo que sí me queda claro, es que el aerotransporte del 2025, por más que resulte mucho más seguro y eficiente que el de los años sesenta, dista mucho de poseer la calidad en el servicio de aquel que disfrutamos los ahora “viejitos”. Ese aroma a “Lavanda Puig” en casa me lo acaba de recordar, como me impide olvidar el olor a aromatizante barato que percibí en mi último vuelo en un avión de una las grandes y muy baratas, pero al final de cuentas “chafas” aerolíneas mexicanas de la actualidad, en las que deje usted una loción, ni siquiera un desodorante a veces usan los pasajeros.
No cabe duda: ¡A veces se extrañan los viejos tiempos del aerotransporte! ¿O me equivoco?
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