Hace cuarenta años, a mediados del año 1985, Aeropuertos y Servicios Auxiliares, la entrañable y entonces veinteañera ASA en plenitud técnica y administrativa, que hay que reconocerlo, hacía un decente trabajo a cargo de la mayoría de los aeropuertos mexicanos, me comisionó con mis apenas 24 años de edad a laborar en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM), concibiendo, instalando y manejando un sistema de supervisión al nivel de áreas de servicio al pasajero, antecedente de la actual Gerencia de Calidad, conformado por 12 supervisores.
Si bien la carrera de la mayoría de ellos no fue nada extraordinaria; uno se volvió rémora del Gerente General que me separó del cargo luego de haberme quejado de la opacidad y prepotencia con la que irrumpió su gestión, caracterizada, por ejemplo, por la designación como funcionarios personajes de la calaña de uno hoy día famoso de apellido Yunes -así de fea estaba la cosa-, mientras otros tres se hicieron viejitos luego de largas carreras en el AICM.
Sin embargo, un par de mis estimados colegas la verdad es que brillaron, y mucho, en el ambiente aeroportuario nacional, me refiero a Alexandro Argudín que con justicia llegó a lo más alto de la autoridad aeronáutica nacional y del propio AICM en el que me volvió a reunir con un Luis Aragón, que con sus 52 años trabajando en el aeropuerto se ha convertido en uno de sus más sólidos y estimados pilares y con el que me une una gran amistad, algo que considero un verdadero privilegio.
Hablando de pilares, déjeme que le cuento lo cerca que estuvo de colapsar una parte importante de la estructura del AICM ese 19 de septiembre de 1985, cuando la Ciudad de México fue víctima de un poderoso sismo. Tuvieron que apuntalar urgentemente secciones enteras, caso destacable del pasillo de salas de última espera de la actual T1.
En esos tiempos el aeropuerto era administrado por políticos profesionales con nivel Gerencia General que de terminales aéreas y de aerotransporte sabían lo que yo de genética, es decir ¡nada!, mismos que se valían de la experiencia y conocimientos en gestión, operaciones y mantenimiento aeroportuario de un puñado de funcionarios a nivel ya fuese Gerencia o Subgerencia, entre los cuales se encontraba uno cuyo nombre no voy a mencionar, pero que es considerado el más grande buleador de la historia aeronáutica mexicana, y al que también debo en parte mi salida del sistema de supervisión.
En el AICM de 1985, además de lo neófito y mala leche de ciertos funcionarios, tal y como no cabe duda ocurre en el AICM militarizado del 2025, los abusos a los usuarios comenzando por aquellos en los filtros de seguridad para acceder a zonas estériles eran la norma. Aun así, gracias al buen servicio que proporcionaban las aerolíneas mexicanas y extranjeras que operaban en el aeropuerto la experiencia de emplear el aerotransporte para trasladarse o trasladar algo era mucho, pero mucho mejor que la actual.
A cuarenta años distancia de haber tenido mi primera gran responsabilidad en el AICM debo reconocer que fui afortunado de haber sido parte de todo ello y lo más importante, conocer íntimamente esa infraestructura, su funcionamiento y a quienes lo operaban, algo que insisto, sumó a mi historial profesional y de vida, nombres y relaciones con gente sumamente valiosa que aportó a la aviación civil mexicana.
Realmente nunca me separé del AICM, y es que ya fuese como empleado de alguna aerolínea o del aeropuerto, o como proveedor, consultor, autoridad, en estas cuatro décadas mi relación con el “Benito Juárez” ha madurado y siento que se ha perfeccionado. Para nadie es un secreto que lo veo como un segundo hogar y que, cuando necesito refugiarme para aclarar mi mente, salgo corriendo a ver aeronaves despegando o aterrizando en sus pistas desde lugares como Skyline, o hasta despegando o aterrizando en ellas como pasajero, lo cual ha ocurrido más de setecientas veces, una de las cuales, en 1998, involucrando un aterrizaje de emergencia, con todo y bomberos esperando el Boeing 727-200 de Lloyd Aéreo Boliviano que empleaba para viajar a Brasil.
No lo puedo negar, tengo una relación agridulce con el AICM; por un lado, lo adoro y lamento lo que decenas de administraciones civiles y militares le han hecho, pero por el otro me da coraje que no lo hayan cerrado para siempre para dar paso al eventual inicio de operaciones de ese imperfecto, pero en mi opinión gran aeropuerto que el presidente Peña Nieto le estaba regalando al Valle de México en el Lago de Texcoco.
¿Será que llegaré a celebrar con una entrega similar en el año 2035 mis cincuenta años de relación con el AICM?
De lo que estoy seguro es que, para bien del sector transporte y logística, T21, el grupo editorial que acoge mis columnas seguirá siendo un referente, atendiendo de manera destacada a la aviación mediante A21, empleando no sé que nuevos formatos de comunicación y prensa. Desgraciadamente, me temo que el AICM seguirá operando sometido a esa competencia desleal que emana desde Santa Lucía, Estado de México, en lugar de dar paso a una verdadera y urgente solución a las necesidades aeroportuarias del Valle de México. Lo que no me queda claro es si llegaré o no a ese cincuentenario del “año del temblor” en condiciones de seguir dando lata con mis columnas. De ser el caso, espero contrastar lo que ofrezca al usuario, de preferencia volando, con lo que fui testigo constituían las experiencias en ese 1985 y en este 2025, haciendo votos de que en el futuro la calidad de los servicios que presta resulte mucho mejor de lo que es en la actualidad.¡A ver qué pasa!
Por lo pronto, ¡gracias AICM!
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