
Oh, Julieta, luminar de la ciencia y el corazón, tu risa aún resuena en los pasillos de la curiosidad, en los auditorios donde las mentes jóvenes se encendían bajo el hechizo de tus palabras, claras como el cielo nocturno. No vengo a llorarte, porque tú no lo querrías así; vengo a celebrar la chispa que dejaste en cada encuentro, en cada charla donde tu sonrisa era un faro y tu paciencia, un abrazo al alma inquieta de las niñas.
Recuerdo aquella tarde en la celebración del Día Internacional de las Mujeres y las Niñas en la Ciencia, tú, rodeada de pequeñas con ojos como galaxias, una de ellas, tímida, levantó la mano y preguntó: “¿Por qué las estrellas no se caen del cielo?” Y tú, Julieta, con esa calidez que derretía temores, le explicaste la gravedad como si fuera un cuento, con un guiño y una metáfora que hizo reír a todos. “Las estrellas son como sueños bien puestos,” dijiste, “sostenidas por la magia de las leyes del universo.”
En otra ocasión, en un taller abarrotado, una niña insistió con preguntas sobre los agujeros negros. No había prisa en ti, ni sombra de cansancio; te sentaste a su lado, dibujaste en una servilleta un remolino de luz y tiempo, y le dijiste: “Tú también puedes descifrar estos misterios.” Tu amor por la juventud era un telescopio sin fin, siempre enfocado en sus dudas, en sus anhelos.
Julieta, eras un cometa danzando en nuestra órbita, explicando la vastedad del cosmos con la simpleza de quien cuenta una historia junto al fuego. Los conceptos más intrincados –el corrimiento hacia el rojo, la fusión estelar– bajaban de tu voz como constelaciones al alcance de la mano. Y siempre, siempre, esa sonrisa tuya, un destello que invitaba a todos a mirar hacia arriba.
Disfrutando de un café, entre evento y evento, compartimos un momento. Hablaste de tu pasión por enseñar, de cómo cada pregunta era una semilla que podía crecer hasta tocar las estrellas. “La ciencia es para todos,” dijiste, con los ojos brillando, “pero las niñas necesitan saber que el universo también es suyo.” Y reíste, contando cómo un día una pequeña te corrigió sobre la distancia a Próxima Centauri, y tú, orgullosa, la aplaudiste como a una colega.
Hoy, Julieta, tu luz no se apaga; se expande como la onda de una supernova, inspirando a quienes te conocimos y a los que encontrarán tu legado en libros, charlas, recuerdos. Sigamos tu ejemplo: seamos faros de paciencia, de sonrisas que abran caminos, de palabras que hagan la ciencia un hogar para todos. Y, sobre todo, para las niñas, que levanten la mirada y vean en las estrellas el reflejo de su propio brillo.
Julieta Fierro, no te has ido; eres una constelación que nos guía, un recordatorio de que la ciencia es alegría, de que el universo es más bello cuando lo compartimos. Sigamos tu danza, sigamos tu risa, y que las nuevas generaciones, con las niñas al frente, conquisten el cosmos que tú tanto amaste.
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