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25/11/2024

Riesgos post-semana santa: crónica anunciada

José Medina Go… / Domingo, 11 Abril 2021 - 22:45

Sobra decir ya que nuestra forma de vida ha cambiado profundamente en poco más de un año. Hace 12 meses y medio ni remotamente nos podríamos haber imaginado cómo nuestro mundo se transformaría, ni cómo nuestra forma de conducirnos se transformaría hasta sus cimientos. Efectivamente, la causa de este cambio fue la pandemia del COVID-19. Pero existe un elemento subyacente aún más poderoso: el miedo.

La pandemia tan sólo materializó ese instinto primitivo en nuestro cerebro, engendrado en nuestro ADN, una reacción acrítica profunda de enfrentarnos a algo totalmente desconocido, y que en su momento auguraba una muerte segura. Por meses vimos muerte a diestra y siniestra, y la civilización humana se detuvo casi totalmente para tratar de contener lo incontenible. No sabíamos lo que estaba pasando, no entendíamos las implicaciones, y ese desconocimiento aunado a una realidad ineludible incrementó nuestro miedo al grado de llevarnos al terror. 

Primitivo, primario, esencial, ese instinto de supervivencia y de enfrentar aquello a lo que no comprendíamos nos llevó a una crisis como especie y como civilización. Los gobiernos del mundo, o al menos aquellos con mediana sensibilidad, reconociendo que la crisis los estaba rebasando, ordenaron el confinamiento, la “cuarentena preventiva”, que era más bien reactiva. Al tiempo la comunidad médica global se percató de un hecho sensible pero profundo: la enfermedad que nos acosaba no era ni la más letal, ni la más contagiosa, ni la más intratable; pero la cantidad de enfermos que requerían atención para sobrevivir era tan elevada que los hospitales del mundo y los servicios médicos en cualquier parte estaban saturados. Eso llevó a muchas muertes, no a que no existieran los medios para atender a las víctimas.

A finales del 2020 llegó la esperanza: la vacuna. Para que funcionara era requerido vacunar masivamente a buena parte de los habitantes del planeta en muy poco tiempo. Pensar en la multicitada e ignominiosa “inmunidad de rebaño” era una ilusión perversa que sólo servía para ganar tiempo o justificar el no gastar insumos esenciales; esta crisis no se resuelve con utopías fantasiosas sino con vacunación y criterios científicos. Comenzó la vacunación, en mayor o menor medida, a lo largo del mundo. El ansia se incrementó por conseguir las dosis requeridas. Algunos países garantizaron a toda su población inmunización; otros solo prometieron para ganar tiempo, en una perversa campaña por tratar de no desacreditarse.

Pero todo esto usted ya lo sabe. Usted lo vivió a la par que su servidor. No necesitamos poner muchas evidencias, las vivimos en carne propia. Pero es necesario reconocer algo que no es tan evidente, particularmente por que estamos todavía en este proceso, y no hay nada más elusivo que algo obvio. El ser humano, cualquier individuo, cualquier ser vivo para efectos prácticos, se cansa de tener miedo. Enfrentarse al temor día tras día por meses desensibiliza al individuo al punto de ignorar los factores que causan ese temor. No es negligencia, es solo nuestra naturaleza primaria.

Después de meses de estar sometidos a un miedo tremendo y constante, de “desinformación” por parte de las autoridades responsables (¿recuerda usted cuando hasta la Subsecretaría de Salud y su titular mencionaba cantidades monumentales datos de manera poco clara, y al final hasta el mismo se confundía en lo que decía?) y de señales confusas y contradictorias (¿se acuerda cuando nos decían “Quédate en casa” pero veíamos a funcionarios vacacionando o de “gira” sin propósitos claros?) eventualmente como sociedad nos desensibilizamos al miedo. 

Luego vino el discurso de las vacunas, promesas de cuántas iban a llegar, cuándo y fechas casi casi en piedra de aplicación. Es obvio al paso del tiempo que no se cumplieron ni las entregas, ni las cantidades, ni las fechas, ni las vacunas como se prometieron mediáticamente. Pero como sociedad, cansada y harta del miedo y del encierro involuntario, nos confiamos. Bajamos la guardia, y aunque en el trasfondo teníamos conocimiento del riesgo, fue relegado e ignorado por una urgencia mayor: superar el miedo, minimizarlo, ignorarlo. 

¿Negligente? Tal vez. ¿Irresponsable? Sin duda. Pero profundamente humano. No es característico del “mexicano”, como algunos injustificadamente afirman. Es parte de nuestra naturaleza. Y justo eso vimos estas dos últimas semanas a nivel nacional. Semana Santa y Semana de Pascua, dos semanas icónicas de vacaciones, mismas que el año pasado se vieron canceladas abruptamente, este año fueron el escenario para que millones de mexicanos salieran “de vacaciones”. 

¿Medio de transporte preferido? ¡El que sea! Pero para nuestros fines debemos concentrarnos en el transporte aéreo nacional. En diversos medios de comunicación y redes sociales vimos imágenes de cómo los aeropuertos nacionales estaban “saturados” de gente (nacionales y extranjeros, empero) y que las medidas de sana distancia se limitaban a algunos descoloridos cartelones aislados. Tantos reportes más -que sin duda más de algún avezado y crítico lector podrá constatar por experiencia propia- señalan que el personal de seguridad y de atención aeroportuaria no necesariamente tomaba la temperatura a los pasajeros (medida que a estas alturas del partido es poco práctica, y en muchos destinos vacacionales ofrece información totalmente irrelevante y controvertible), no señalaban el uso de tapetes sanitizantes (que realmente poca utilidad tiene en estas condiciones) ni se aplicaba el gel antibacterial (que realmente no sabemos con precisión qué es, además de las serias dudas de su beneficio). 

En el abordaje de las aeronaves comerciales se presentaron los mismos problemas, si no es que con dificultades adicionales. Como he mencionado varias veces en este espacio semanal, en tiempos de pandemia los aviones son “cajas de Petri voladoras”: pueden transportar la enfermedad en un entorno permisivo al contagio de todos los pasajeros de manera muy rápida y eficiente. “Pero se usan cubrebocas y caretas” dirán algunos. Cierto, el riesgo baja, pero no se suprime. Este es el lado desagradable de la relación costo-beneficio del transporte aéreo.

En estas dos semanas vimos cómo millones de personas usaron los medios aéreos para llegar a lugares vacacionales en México, y algunos inclusive en el extranjero. No nos sorprendamos que en esta semana o la que sigue veamos un repunte en casos de contagio de COVID-19. Es lógico, es de esperarse. Sin embargo, cuando esto suceda no le echemos la culpa al aerotransporte. Reflexionemos más sobre la naturaleza humana, sobre las acciones de estos viajeros vacacionales, y qué los motivó a emprender estas acciones. 

Sin duda estas actividades son reprobables, y puede tener un costo altísimo e innecesario en vidas humanas. Pero debemos entender el contexto. También debemos asignar responsabilidad donde ésta emana y reside. En pocos días se buscarán “culpables y responsables”. Un excelente blanco coyuntural son las aerolíneas comerciales, y sin duda para obtener cierta imagen mediática se tratará de atacar por esta vertiente. No caigamos en ese error. Si hay repunte de contagios la aviación comercial fue tan sólo un medio, no la causa ni la responsable. Responsabilidad donde amerita, señalamientos donde estén los verdaderos responsables. 

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