Al momento en el que tuve ante mí al primer pasajero que me tocó atender en el “Lost and Found” de Mexicana de Aviación, o dicho en castellano, su servicio de equipajes extraviados y “encontrados” (no siempre, por cierto), allá por el año 1986, me sentí perfectamente preparado para hacerlo, aun cuando, tal y como solía ser el caso, la gran mayoría de los pasajeros que acudían a mi oficina podían tener algo que reclamar a la aerolínea, ya fuese por algún problema con su equipaje o con el servicio que habían recibido, lo cual es un gran reto para cualquier ejecutivo de atención al cliente. Y es que estamos hablando de favorecedores que, justa o injustamente, tienen razones para estar molestos y a los cuales lógicamente hay que tratar con particular profesionalismo, es decir, amable y empáticamente, con respuestas sustentadas en información confiable y demostrable, con respeto, en lo posible con soluciones y también cuando es necesario con autoridad.
La razón por la cual logré atender a mis primeros pasajeros con cierta calidad es que, si bien Mexicana se aseguró de reclutar a un profesionista del servicio en el aerotransporte, como siento era y posiblemente sigue siendo mi caso, más bien tiene que ver que la aerolínea procuró darme la debida capacitación para respaldar mi formación. Es más, la totalidad del primer mes trabajando para Mexicana lo pasé ya fuese en sus salones de clase o en otras de sus oficinas, recibiendo las herramientas que eventualmente requeriría para presentarme frente a los pasajeros. Dicho en otras palabras, Mexicana no se dio el lujo de poner a un improvisado a cargo de un asunto tan delicado como es interactuar con un cliente molesto.
Estoy convencido de que don Manuel Sosa de la Vega, a la sazón al frente de Mexicana, lo comprendía, tanto así que se aseguró que en la aerolínea no se escatimase calidad de los procesos de selección, reclutamiento e inducción del personal, algo que siendo honestos no percibo en la gran mayoría de los modernos prestadores de servicios con los que me relaciono, en los cuales me da la impresión que el costo de la improvisación pretende ser compensado con los ahorros en sueldos y capacitación que supone poner frente al cliente a perfiles de bajo nivel y con pobre capacitación. Nada más miope y por ende peligroso, y al final de cuentas costoso, en especial al hablar de actividades en las que la palabra riesgo tiene la relevancia que tiene, por ejemplo en aviación, en la que hay que reconocerlo, la improvisación se paga hasta con la propia vida o la de terceros.
En tiempos en los que Mexicana de Aviación vuelve a estar de moda, gracias a la muy publicitada compra de dicha marca por parte del gobierno federal, me vienen a la mente recuerdos de experiencias profesionales, como la que me permito compartir en esta entrega, misma que por cierto me ayudó enormemente a formarme como proveedor de servicios, tanto así que la uso como referencia, hay que decirlo, muy exigente, a la hora seguir prestándolos o de recibirlos; quizás de ahí las críticas a la calidad del servicio que tan frecuentemente expongo en mis columnas de opinión, clases, conferencias y labores de consultoría.
Creo que, en honor a Mexicana de Aviación y a don Manuel Sosa, ha llegado el momento de reconocer que lo más barato que puede hacer una organización es invertir en aquello que acabe con la improvisación en ella.
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