Al escribir este texto pienso en mis colegas aeronáuticos contemporáneos que compartieron conmigo la dicha de vivir esos años sesenta y setenta en los que, no habiendo perdido aún nuestra capacidad de asombro, nos maravillamos al ver en las pantallas de televisión (por cierto, la gran mayoría de ellas todavía en blanco y negro) el despegue de las misiones Apollo y esos primeros pasos humanos en la Luna.
Recuerdo como capturaban nuestra imaginación los X-15 y XB-70 Valkyria de la North American, los SR-71 y Galaxy C-5 de Lockheed, el Boeing 747 y los hermosos supersónicos civiles Tupolev 144 y BAC-Sud Aviation Concorde. Tiempos aquellos en los que hacer un vuelo comercial bien podría haber supuesto volar en un Douglas DC-8, en un Boeing 707 y hasta por ahí en un Douglas DC-6 de hélice, y eso si no le tocaba a uno la suerte de subir a uno de los deHavilland DH 106 Comet 4C operados por Mexicana de Aviación.
¿Quién nos iba a decir a quienes solíamos realizar decenas de vuelos al año en el Boeing 727 o en el Douglas DC-9 que alguna vez los consideraríamos todos unos clásicos y que lucharíamos por volver a volar en uno de ellos? Y es que, conforme los avances tecnológicos hacen mucho más seguros, eficientes, rentables, capaces y ecológicos a los aviones –algo que sin duda me parece excelente–, también nos damos cuenta de que con las modernas aeronaves se ha perdido mucho de esa extraordinaria experiencia vinculada a sentir el vuelo y sentirse dentro de un avión, que caracterizaba a las operaciones en aeronaves de hace cuarenta o más años la cual, quiero pensar, no era yo el único en disfrutar, y por ende, también en extrañar.
¿Qué tal nos caería hoy día un "vuelito" digamos en un Douglas DC-3 ,o en un dirigible de la Goodyear, o hacer acrobacias en un Ryan PT-22, o en un biplano Stearman PT-17?
Debo confesar que operaciones como esas son estrellas en mi bitácora personal, en la que registro los vuelos que he realizado como pasajero y en la que destaca una experiencia en particular: la de haber volado en una réplica del Ryan NYP “Espíritu de San Luis” de Charles Lindbergh, propiedad de la Experimental Aircraft Association (por su siglas EAA) con base en Oshkosh, Wisconsin. Esta aeronave heredó la matrícula N-X-211 de ese tesoro original y que se conserva en el Museo del Aire y del Espacio de Washington, D.C.
Mi aventura tuvo lugar el 21 de mayo del año 2003, coincidiendo con el simposio anual de la Lindbergh Collectors Society que, a partir de esa fecha y durante dos años, tuve el honor de presidir. Recuerdo que cuando finalmente se logró que el inspector aeronáutico local autorizase la serie de vuelos especiales para los miembros de nuestra asociación, el piloto nos informó que sólo podría hacer cuatro de ellos esa tarde, algo que lógicamente generó enorme desconcierto entre los más de 20 interesados.
De nada me sirvió la recién obtenida alta responsabilidad en el grupo a la hora de la designación de los beneficiados, cuyos nombres y prioridades de vuelo surgieron de un muy democrático sorteo, en el que para mi sorpresa, tomando en cuenta la mala suerte que suelo tener en rifas, emergí como el cuarto y muy alegre ganador, posición por la que recibí cuantiosas ofertas monetarias de parte de miembros no tan afortunados. "¡Sorry!" les tuve que decir, comprendiendo el valor de la oportunidad que se me presentaba de volar en esa histórica aeronave.
Ya en el aire y aún intoxicado por la adrenalina y la emoción, no pude dejar de notar el ambiente tan agresivo en materia de ruido y frío dentro de la cabina, condiciones a las que los aviadores de los viejos tiempos debían, si no acostumbrarse, por lo menos tolerar. Recordemos que Lindbergh pasó treinta y tres horas y media soportándolas en solitario sobre las aguas del Atlántico del Norte en 1927, antes de aterrizar en París.
Mi “tortura” en el N-X-211 apenas y duró media hora, suficiente sin embargo como para alterar temporalmente mi audición, pero también para dejar una huella imborrable en mi memoria, permitiéndome valorar un poco más el esfuerzo de los pioneros de la aviación.
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