Texto escrito por el Cap. Antonio V. Echegoyen en 1987, a la memoria de su amigo y compañero piloto quien muriera en un accidente en un avión escuela.
El 24 de febrero de 1987 mi amigo Efraín Serrano de Coss perdió la vida en un avión escuela. 30 años después, en la misma ruta, se pierde otro avión escuela. Ésta es la historia de 1987:
Hoy hace treinta años Efraín y yo llegamos al aeropuerto para nuestra décimo tercera hora de vuelo. Las prácticas en esa etapa de nuestro adiestramiento para obtener la licencia de Piloto Privado eran emergencias a gran altura de acuerdo con el plan de estudios de la escuela. Teníamos que aprendernos de memoria, casi como acto reflejo, la lista de emergencia del avión Cessna-152: “Válvula de combustible abierta, mezcla rica, pasos bajos...”. Pero ese día no fue suficiente.
Nos conocimos el primer día de clases de teoría, éramos siete alumnos: Miguel Cadena, Artemio Sosa, Óscar Rivas, Fernández Solano, Juan Manuel Álvarez, Efraín Serrano de Coss y yo.
Desde las presentaciones en la clase de Operaciones Aeronáuticas con el Capitán Gerardo Vega alias “El Socio” hubo una gran camaradería, espíritu de grupo, característica que años después reconocería en cada grupo de pilotos al que pertenecí. Y por supuesto, como en todos los grupos, salieron a relucir inmediatamente las personalidades de cada quién. El bohemio, el gandalla, el niñote, el acelerino, el pasiflorino, etcétera.
Efraín era el conciliador, el amigo de todos. Si surgía alguna diferencia entre nosotros era el que sin tomar partido nos aplacaba, maduro, certero en sus juicios, le decía sus netas a cada uno. Era de sangre ligera y ocurrente.
En una ocasión, en vísperas para salir a Zihuatanejo, el Coronel Celaya, director de la escuela, nos estaba leyendo la cartilla (el reglamento del internado) “... y el acceso al internado es hasta las diez de la noche, quien llegue después de esa hora tendrá que buscar dónde dormir...” Efraín dijo en voz baja pero todos escucharon: “Pues nos quedamos en la casa de enfrente, la del foco rojo” (donde vivían las pirujas de célebre congal del pueblo de Zihuatanejo). Al escucharlo, todos soltamos la carcajada, incluyendo Celaya, que no esperaba el atrevimiento.
Compañero generoso, nos juntábamos para estudiar en su casa. Nos presumía orgullosamente los manuales del Boeing 727 de su hermano Javier y el nuevo CD player, que en aquellos años muy pocos privilegiados tenían. Nos invitó a su cumpleaños, conocimos a sus tíos y a sus primas, un par de gemelas preciosas -ya le decíamos cuñado. Pero ese fue el último cumpleaños que festejó.
Ese 24 de febrero de 1987 me llevó por la tarde al aeropuerto, a mí me tocó volar el penúltimo turno y a él el último. Al hacer el plan de vuelo, comentó: “Hoy es día de la bandera”. Nos despedimos con un “nos vemos al rato”. El instructor, el capitán Rogelio Rivas, ya lo esperaba en el avión.
Dos horas después volví por él pues habíamos hecho planes para ir todos juntos a la playa y a meternos clandestinamente a la alberca del hotel Camino Real, pero no habían regresado del vuelo. Después de media hora nos empezamos a preocupar porque nunca nos demorábamos, la escuela era estricta en las horas de vuelo proyectadas por día, pues tenía programados los servicios de los aviones durante la tarde-noche; además, el mecánico, un hombre de cromañon berrinchudo, que respondía al mote de “Mufis”, se enojaba si no tenía los aviones a la hora programada.
El tiempo pasaba lentamente y ni la torre ni la comandancia tenían noticias de ellos. Se activó la ALERFA (fase de alerta). Se comunicaron a Acapulco y Lázaro Cárdenas, que eran los aeropuertos más cercanos, tratando de localizarlos. Pero nada.
El tiempo transcurría, el sol empezaba a bajar, el crepúsculo civil, la hora legal para las operaciones aeronáuticas visuales llegaba a su término y no regresaban. Desde la plataforma de aviación ejecutiva mirábamos al horizonte, en la trayectoria de aterrizaje de la pista 26, buscando un punto, una luz, una esperanza. “¡Ahí viene una luz, son ellos!”, dijo uno. Pero no eran ellos, era el Embraer de TAF (Transporte Aéreo Federal) que llegaba de Lázaro Cárdenas. El jefe del internado, el capitán Roberto Guajardo, preparó un plan de vuelo en el bimotor de la escuela -un Piper Azteca-28- para ir a buscarlos. Varios nos ofrecimos a volar con él, seis ojos ven mas que dos, pero no permitió que lo acompañáramos.
Ya caída la noche regresó Guajardo, nos dijo que sobrevoló la zona donde hacíamos las prácticas y desde tierra unos pescadores le hicieron señas con unas lámparas de mano. “Algo les pasó porque no vi el avión”, dijo. Se activó la INCERFA (fase de incertidumbre).
Nos retiramos del aeropuerto muy tarde. De vuelta al internado nadie cenó. Nos fuimos a acostar pero nadie durmió por pensar en ellos. Todos haciendo conjeturas con la esperanza de que estuvieran vivos: cayeron en la playa y a pie cruzaron las huertas de plátano hasta la carretera, de un momento a otro llegarán al internado. O a lo mejor cayeron en los manglares y andan perdidos ¿o lastimados? ¡Se los van a comer los moscos! O cayeron al mar y nadaron hasta la playa, Efraín era buzo certificado. Teníamos la confianza de que estaban vivos. “Pinche Efraín que no te pase nada, eres mi único amigo”, pensé. Un año antes había sufrido dos pérdidas, mi entrañable amigo Octavio Vázquez Mellado murió de cáncer y otro que no registraré, rompí con él pues resultó ser un mal amigo después de nueve años de estrecha amistad.
A la mañana siguiente en la comandancia del aeropuerto había un ambiente de DETRESFA (fase de desastre). Se dio aviso a todos los aeródromos cercanos incluyendo la base aérea de Pie de la Cuesta para que sus operaciones locales ayudaran a encontrarlos. Nosotros los alumnos queríamos ayudar, hacer algo, pero no podíamos hacer nada más que esperar. Al segundo día decidimos ir a buscarlos muy temprano. En mi Tsuru por un camino de terracería llegamos hasta La Soledad, que está a la altura de Petatlán, ahí rentamos una lancha para que nos llevara a través de los manglares y el estero hasta Barra Valentín, la zona donde Guajardo vio a los pescadores haciendo señales.
Llegamos a escudriñar el mar, a ver si mirábamos algo, si el mar arrojaba cualquier cosa, un asiento, una camisa, un pedazo de ala, una mancha de aceite, pero nada. El mar sólo rugía, estaba picado, embravecido, las olas tronaban más de lo normal, o tal vez estábamos muy sensibles. Caminando por la playa encontramos a los pescadores que vieron el avión volando por ultima vez. “Los vimos que volaban muy bajo, pero nosotros seguimos pescando, después escuchamos como una explosión y cuando volteamos vimos que el avión estaba hundiéndose ahí”, nos dijeron señalando el mar. ¿No salió nadie? “Nadie, nadie”. ¿Y por qué no se metieron a sacarlos, ojetes?, pensé.
El Capitán Roberto Hoyos volaba un Cessna 206 de la PGR junto con Javier Camargo, Biólogo y Navegante; ambos trabajaban en la campaña contra el narcotráfico. Ese día por radio le solicitaron su apoyo para buscar el avión perdido. Lo consultó con Eddie Hernández, un brillante agente de la DEA condecorado en Estados Unidos por sus trabajos de investigación en Puerto Rico. Eddie, entonces destacado en México, formaba parte del convenio de colaboración antinarco México-Estados Unidos de aquellos años. Eddie inmediatamente dijo que sí: “¡Tengo un hijo de esa edad, podría tratarse del mío!”, dijo identificándose con la tragedia.
Al sobrevolar la costa buscando el avión, vieron en la playa a cinco chavos vestidos de pantalón azul y camisa blanca tumbados en la arena. Éramos nosotros que ya estábamos cansados y asoleados pues no había ninguna palmera cerca donde protegerse del sol. Pero Roberto, Eddie y Javier pensaron que se trataba de los pilotos accidentados. “Bien, vamos a avisar que ya los encontramos. Registra su posición”, le pidió Roberto a Javier. “No, vamos por ellos, aterriza en la playa”, ordenó Eddie. “¿En la playa?”, coreó Roberto incrédulo, recordando que los últimos dos aviones de de la PGR que habían aterrizado en la playa se habían capoteado. “Sí, baja por ellos, nosotros los llevamos”, insistió Eddie. “Los aviones los trajo la DEA, el combustible lo paga la DEA, los operativos los paga la DEA... el que paga manda... ¡pues bajamos!”, pensó Roberto. Hábilmente hizo un aterrizaje muy suave, casi a la velocidad de desplome justo donde terminaban las olas que es la arena mas dura. Cuando los vimos aterrizar corrimos hacia ellos y ellos hacia nosotros. “¿Ya los encontraron?", preguntamos. “¿Son ustedes los accidentados?”, preguntaron.
Lamentamos haber creado una falsa expectativa pues se corrió la voz de que habían aparecido con vida. En un par de horas la playa antes desierta se llenó. Llegaron los tíos de Efraín, su papá Don Javier con su peculiar paliacate al cuello, Javier su hermano con la misma sonrisa fácil de Efraín acompañado de Tony Dagnino con sus lentes padrotones Carl Zeiss, el coronel Celaya Director de la escuela y su gesto adusto, personal de la PGR y hasta personal del ejército. Pero ni Efraín ni Rogelio aparecían. Nos quedamos ya entrada la tarde para ver cómo sacaban el avión de la playa, pues la marea subió y la arena se ablandó, las ruedas del avión se atascaban al intentar la carrera de despegue. En una maniobra digna de una película de acción los mecánicos de la PGR quitaron las alas al avión y un helicóptero Bell-414 se llevó el fuselaje, las alas las trasportaron en lancha primero y después en camión para armarlo en el aeropuerto de Zihuatanejo. Nosotros, los demás alumnos, regresamos a la Ciudad de México. Se suspendieron los vuelos para guardar el luto y los arreglos legales de la escuela.
La escuela contrató un par de barcos tiburoneros para que peinaran la zona con sus cadenas y anzuelos. Al cuarto día una cadena se atoró en algo. Era el avión. Los buzos contratados para la búsqueda recuperaron los cuerpos. Efraín tenía un golpe en el pecho y Rogelio uno en la frente.
Seis días después volvimos a Zihuatanejo a continuar con la instrucción. Nos enteramos que aún no habían sacado el avión del mar porque tenían problemas para arrastrarlo, pues los pescadores no sabían de donde sujetarlo para subirlo y remolcarlo. Ya habían lastimado el montante y el empenaje sin éxito. Otro instructor de vuelo, el Capitán Óscar Vallejo, les explicó que debían amarrarlo de la bancada, una estructura de metal muy fuerte en forma de araña que sujeta el motor al avión, pero los buzos no entendían, así que me ofrecí como voluntario para bajar con ellos y ayudarles a sujetarlo.
Yo pensé que la maniobra iba a ser como en las películas: un barco grande con una grúa y cadenas, un traje de hombre rana esperándome: neopreno, aletas, visor, tanques de oxigeno, regulador, plomos, arpón por si merodeaba un tiburón. Pero cuál fue mi sorpresa al llegar al muelle y subirme a una lancha pedorra de no más de 3 metros de eslora con pintura azul descarapelada y un motorcito fuera de borda escupiendo aceite por todos lados. La mitad de la lancha la ocupaban una compresora de aire y un tambo de gasolina. Del equipo de hombre rana: un visor de cuando Jaques Cousteau aprendió a nadar.
Después de una hora de viaje brincoteando por las olas llegamos a la boya que ubicaba al avión, estaba relativamente cerca de la playa, a unos cien metros. Pregunté al buzo por los tanques de oxígeno y me señaló la compresora. “¿Me voy a echar la compresora a la espalda o que?”, pregunté. “No, la compresora nos va a dar aire a través de las mangueras” –dijo, señalando unas mangueras larguísimas blancas de alta presión. Yo seguía sin entender.”¿Donde está el regulador, donde la enchufamos?” No veía ninguna escafandra o lata de pintura que se le pareciera. El buzo sonrió condescendiente y dijo: Te la metes a la boca y por ahí respiras. “¡What!” Y yo que pensé que sería como los Navy Sea Lions.
Con el flamante equipo: visor de hule aguado y la manguerota en la boca nos echamos al agua. Comenzamos a descender guiados por el cable de la boya. Yo iba primero, el agua estaba muy turbia con muchas particulas verdosas, no se veía nada, sólo el cable blanco de la boya que se perdía a los pocos centímetros. Mi corazón latía cada vez masa deprisa. No sabía qué iba a encontrar, pensaba en mi amigo Efraín y lo imaginaba sentado en el avión accidentado, recordaba su sonrisa, sus gestos. Seguimos descendiendo y cada vez veía menos pero ahora no era por lo densa que estaba la turbiedad del agua, sino porque a medida que descendíamos el visor se me pegaba más y más a la cara por la presión. Finalmente salimos de la capa turbia y apareció ante mí el avión todo distorsionado.
La emoción, la impresión, el visor aplastándome los ojos y el aire que salía débilmente de la manguera a mi boca me angustió. Le hice una seña al buzo para regresar a la superficie. Una vez afuera me preguntó: “¿Que paso?” “Tengo que ajustar el visor, me lo apreté demasiado”, mentí. No le iba a decir que me había impresionado ni que me había ganado la emoción, ¿verdad?
Ya con el mugriento visor menos ajustado y las emociones controladas, sin esperar ninguna sorpresa, volvimos a bajar. El fondo estaba aproximadamente a quince metros, la capa turbia tendría unos cinco metros, el avión blanco se veía plácidamente estacionado con las ruedas hundidas en el fango, se leía claramente la matricula: XB-CFK. En la quietud del fondo el silencio era solemne. Abrí la puerta y busqué la bitácora, ya no estaba. Busqué la válvula de combustible, estaba abierta. La palanca de la mezcla de combustible estaba en posición de mezcla rica y los pasos de la hélice estaban en bajo. Hicieron la lista de emergencia. El bastón de los controles del lado izquierdo, donde iba Efraín, estaba doblado contra el tablero de instrumentos roto por la mitad, en él revoloteaban algunos pececillos. ¿Cómo entrarían a la cabina si las puertas estaban cerradas?, me pregunté.
Rodeando el avión abrí el cowling del motor, le señalé al buzo la bancada, entre los dos sujetamos la cadena. Aantes de ascender di un vistazo a ese paraje submarino. Era un lugar bello. Volvimos a Zihuatanejo, ya que para sacar el avión necesitarían un barco tiburonero más grande y mucho más potente.
Durante el viaje de regreso estuve cavilando lo que pudo haber pasado, atando cabos, juntando la información que teníamos. Las maniobras que hicimos ese día eran emergencias a gran altura. Se trataba de simular un paro de motor desacelerándolo, teníamos que buscar una lugar dónde aterrizar y durante el descenso evaluar las condiciones para hacerlo. Aparentemente después de terminar una maniobra simulando aterrizar en el mar al ascender para practicar otra, tuvieron paro de motor real, hicieron el procedimiento de emergencia pero tenían muy poca altura y no les dio tiempo de reencender el motor ni llegar a la playa. Al ver que se iban en picada al mar, la reacción natural de Efraín fue jalar el control, que al impacto con el agua le golpeó el pecho, Rogelio se golpeó la cabeza con el poste del parabrisas. Murieron en el impacto. La explosión que escucharon los pescadores fue el choque de la aeronave con el agua.
Los días siguientes pasaron con lentitud y tristeza. Íbamos a volar con cierto temor, recordando a Efraín (yo por lo menos). En mis vuelos solo, sobrevolaba la zona donde habían caído. “¿Qué te pasó Efraín?”, decía en voz baja, evocándolo. Mentalmente medía la distancia entre la playa y donde apareció el avión hundido, el mar verde, denso, imposible de ver el fondo. ¿Qué habrían hecho si no hubieran muerto en el impacto? De haberse salvado tendrían una historia fantástica para contar, real, neta. No como esas que nos contaba el gordo “cincobarras” compañero más antiguo, próximo a terminar el curso de piloto comercial, sus hazañas de Cessna 182, cuando dizque se quedaba sin instrumentos en plena tormenta y que se salvaba de invertir el avión colgando su medallita, haciendo las veces de horizonte artificial, sus paros de motor después del despegue, o los loops que hacía frente a la casa de su novia en Petatlán. Los mitómanos matapasiones nunca faltan en un grupo.
El tiempo programado para terminar las cuarenta horas de piloto privado se alargó pues había un avión menos y un instructor menos, por lo que teníamos más tiempo libre. Uno de esos días les propuse a mis compañeros visitar la playa donde cayó el avión sólo para estar ahí, como quien visita a un ser querido en el cementerio.
Muy temprano fuimos en mi carro, lo dejamos en La Soledad, contratamos una lancha para que nos cruzara el estero y nos recogiera por la tarde. Les señalé donde encontraron el avión y la posición en que estaba, con la nariz hacia tierra, como a setenta y cinco o cien metros de la playa. Propuse escribir en la playa el nombre de Efraín con letras grandes a base de cocos, ramas de palmeras y piedras, para que cada vez que voláramos la ruta de Zihuatanejo a Acapulco o hiciéramos maniobras al sureste de la estación lo tuviéramos presente.
Ahí estuvo su nombre varios días, lo mirábamos al sobrevolar la playa, hasta que un día desapareció. Una noche de tormenta y marea alta esparció los cocos desvaneciendo su nombre.
Tal vez era la señal para dejarlo ir.
Una ola borró su nombre. Pero treinta años después su recuerdo sigue vivo. Aquí está.
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