Los únicos “ochos y nueves” que obtuve en mi licenciatura, correspondieron a los seminarios de Aeropuertos, Agencias de Viaje y Líneas Aéreas, es decir, mis materias “fuertes”.
Las tres calificaciones me las propinó el mismo profesor al que, al obtener mi título profesional, sustituí en dos de esas materias. De hecho, en una de ellas (la de las aerolíneas), llegó al extremo de pretender reprobarme, tal y como lo hizo el siempre gratamente recordado ingeniero José Villela Gómez en una asignatura del plan de estudios de la carrera de Piloto Privado, en Aeronáutica Panamericana.
A diferencia de mi profesor universitario, el querido formador de generaciones de aeronáuticos mexicanos, no empleó prejuicios personales al otorgarme la mala calificación, sino razones de peso: simple y sencillamente no era capaz de entender mi caligrafía y decidió no perder el tiempo en el intento. Para mi fortuna, el siempre generoso autor de uno de los mejores libros de historia de la aeronáutica mexicana, titulado “Breve historia de la aviación en México”, no tuvo reparos en explicarme lo sucedido y darme la oportunidad de enmendar mi error, respondiéndole oralmente las preguntas originalmente planteadas en el examen, terminando por otorgarme, si no un diez, por lo menos una calificación aprobatoria. El docente de la Universidad Hispano Mexicana fue un “hueso más duro de roer”, toda vez que, simple y sencillamente, se negó a reconocer la veracidad de mis respuestas en el examen, asunto que nuestro rector determinó resolver salomónicamente respetando, por una parte, la investidura y autonomía del profesor y, por la otra, siendo justos con un alumno cuyos argumentos eran también válidos.
Recupero estos recuerdos de mi formación académica al constatar la transformación que está ocurriendo en las aulas conforme una nueva generación de alumnos, no sé si debería definirla como empoderada o como confundida (quizás, en realidad, serían ambos casos) presenta retos, mucho, pero mucho más complicados para abordar que aquél que supuso para “el inge” Villela intentar descifrar mis jeroglíficos.
Y es que, entre la presión que supone para quien intenta transmitir conocimientos y experiencias en un aula, el tener a sus alumnos frecuentemente “googleando” la información que se les está compartiendo, en el mejor de los casos para entenderla u obtener alguna referencia adicional y, en el peor de los casos, para darse el lujo de evidenciar la “ignorancia” del profesor, las exigencias de la nueva pedagogía que, muy al estilo de la auditoría y transparencia requiere documentar y publicar con gran detalle en un sistema informático lo que hace, por qué lo hace y los resultados, además de ese “empoderamiento” al que antes me he referido, que invita-obliga al instructor a dar explicaciones a algo a veces tan subjetivo como es una evaluación de desempeño, la labor de un educador a cualquier nivel se ha vuelto verdaderamente complicada, tanto así que debo confesar le quita magia a la actividad docente.
Déjeme que le explique mi punto desde una perspectiva aeronáutica:
¿Con base a qué pude haberle reclamado a mi instructor de vuelo, por cierto todo un teniente de la Fuerza Aérea Mexicana, el que no me haya “soltado” esa tarde del 26 de abril de 1978, tal y como me había anticipado haría, cuando “algo” en la manera en la que realicé una maniobra durante la sesión de instrucción no le convenció y prefirió darme un poco más de práctica antes de aventarse la puntada de dejarme volar solo, algo que finalmente ocurrió al día siguiente, hace ya 45 años?
¿Con base a qué un inspector aeronáutico pudo reclamarle al examinador, que me aprobó en mi vuelo de examen para obtener mi licencia, luego de que parece ser que aterricé unos cuantos pies antes de cierta marca?
¿Quién estaba más preparado para evaluarme que mi instructor o mi examinador, que constataron o experimentaron en primera persona mi desempeño para negarme el solo o aprobarme la licencia? ¿Yo, en mi calidad de alumno? ¿Un inspector de la entonces DGAC? ¿La escuela? ¿Mis compañeros de generación?
En ambos casos, instructor y examinador, emplearon conocimientos, entrenamiento, experiencia, procedimientos, normas, buen juicio y ética para determinar lo que había que determinar. Cuestionarlos, aun cuando se puede tener algo de razón, puede representar un acto de injusticia, en especial cuando el resultado final terminó siendo satisfactorio para el alumno.
De la misma manera en la que quienes tenemos el privilegio de desempeñarnos como docentes tenemos la obligación de adecuarnos a los nuevos tiempos, realidades y necesidades, mismas que incluyen un merecido trato mucho más respetuoso hacia los alumnos (no olvido los borradores voladores de las maestras de la primaria), creo que es tiempo de dejar de ver a un profesor como un expositor auditable de conocimientos que, más que tener habilidades para transmitirlos, debe dominar la moderna pedagogía “a distancia”, en la que el contacto directo entre humanos cada día tiene menos relevancia, como creo que es tiempo también de dejar de ver al maestro como una suerte de igual en un salón de clase, al que se le puede increpar con tal de obtener una mejor calificación. Ahora sí que “ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre…”
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