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18/11/2024

El aeropuerto es mi hogar, y aquí me quedo

Juan A. José / Viernes, 14 Octubre 2016 - 08:21

Tal y como lo hizo el personaje de Viktor Navorski, ciudadano de la República de Krakozhia, en la película La Terminal (Stephen Spielberg, 2004), interpretado por el actor norteamericano Tom Hanks, que virtualmente se adueñó de la sección de llegadas internacionales de una de las terminales del Aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York, al mediar problemas políticos en su país que lo dejaron temporalmente apátrida, el japonés Hiroshi Nohara convirtió en el año 2008 a la zona de comida rápida de la Terminal 1 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) en su hogar durante 117 días, ganando notoriedad gracias a los medios de comunicación que cubrieron su inocente extravagancia.

Ficticios o no, los casos en los que alguien simple y sencillamente decide asentarse en un aeropuerto internacional son frecuentes por todo el mundo, en especial en aquellos en los que se privilegia la libertad para acceder a sus áreas públicas sin otras restricciones que las propias que aplican para entrar a cualquier edificio público, relacionadas con ciertos estándares de comportamiento, higiene y vestimenta que deben cumplirse y que no tienen otro fundamento que el sentido común y las más elementales reglas de convivencia social. Claro está que hay naciones en las que solamente pueden acceder a sus aeropuertos pasajeros con boleto, funcionarios, autoridades, empleados o prestadores de servicios aeroportuarios; no me imagino que el señor Nohara hubiese durado mucho tiempo acampando en las instalaciones del Aeropuerto Sunan de Pyongyang, la capital de Corea del Norte o en el José Martí de la Habana, Cuba, por ejemplo.

Hoy quiero comentar el caso de Mary, una damita angloparlante de blanca cabellera con la que desde hace meses me topo frecuentemente en ese mismo “Fast Food” del aeropuerto capitalino en el que vivió el señor Nohara. Siempre la veo vestida con un sweater color café, sentada en una mesa comiendo productos de la marca de hamburguesas cuyo logo son unos arcos dorados, acompañada de una bolsa de plástico color amarillo en la que parece guarda sus únicas posesiones.

Será quizás porque no llama la atención como lo hacía el proveniente de la tierra del “Sol Naciente” o como lo hizo por décadas un muy conocido y folclórico personaje, que portando un chaleco colmado de distintivos se la pasaba deambulando y a veces hostigando a pasajeros y tripulaciones áreas públicas del mismo edificio. Será porque no siempre está ahí, será por su pulcra y se podría decir cándida apariencia, lo cierto es que nadie la molesta y menos aún se le pide que se retire.

Baste decir que me genera una mezcla de sentimientos, entre curiosidad, compasión, preocupación, coraje y ternura, tanto que un día me acerqué a ella. Le pregunté si estaba bien, si podía yo hacer algo por ella. Su respuesta fue amable pero contundente: ¡Nothing, thanks! (Gracias, pero nada).

¿A quién o qué espera? ¿Habrá perdido sus facultades mentales? ¿Se siente sola y ha encontrado en las multitudes del aeropuerto un lugar donde comer algo sintiéndose acompañada? ¿A caso como Navorski en la ficción y Nohara en la realidad, recibe la ayuda algunos empleados del aeropuerto? Ella tendrá sus motivos. “Yo soy yo y mi circunstancia” dijo el filósofo español José Ortega y Gasset. Por lo pronto ya adoptó el espacio. No la culpo; una gran terminal aérea aún con todos sus retos puede resultar un verdadero refugio, acogedor inclusive.

¿Qué puede hacer el aeropuerto por ella? Quizás simple y sencillamente dejarla en paz y si se deja o lo pide, apoyarla en lo que pudiera necesitar.

Mientras tanto seguiré de alguna manera pendiente de ella.

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