Columna invitada por Alfredo Acle Tomasini.
López Obrador no comprende la estructura orgánica de la Administración Pública, el marco jurídico que la norma y menos aún las razones que justifican la distribución de funciones entre dependencias, entidades, órganos descentralizados y desconcentrados. Así, entre otras decisiones, sin ninguna planeación de por medio convirtió a la Oficialía Mayor de Hacienda en una suerte de proveeduría nacional, puso al secretario de Relaciones Exteriores a comprar vacunas, dejó una sola subsecretaría en Salud donde amontonó todas sus funciones y, en un absurdo administrativo, también le asignó la responsabilidad de coordinar un órgano descentralizado del calibre de COFEPRIS.
Pero lo que más destaca en este desgarriate son las decisiones que ha tomado para que las Fuerzas Armadas expandan su ámbito de actuación en el Gobierno Federal y cuenten con los recursos para desarrollar funciones que no son afines a su naturaleza jurídica, ni a las atribuciones que específicamente le señala la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal.
Las Fuerzas Armadas además de tener la responsabilidad de preservar la seguridad nacional, y también de la seguridad pública al controlar operativamente a la Guardia Nacional, aunque en teoría esta sea un cuerpo civil, López Obrador le ha encargado al Ejército el diseño y construcción de obras públicas como: el Aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya y las sucursales del Banco del Bienestar. Mientras que a la Marina le transfirió el control y administración de los puertos y de la marina mercante, lo que provocó la renuncia del secretario de Comunicaciones y Transportes (SCT).
Otra forma menos evidente de cómo se ha expandido el papel de la Fuerzas Armadas en la Administración Pública ha sido la designación de militares para ocupar cargos directivos que normalmente desempeñaban civiles en entidades que están adscritas a otras secretarías. Por ejemplo: la Subdirección Normativa de Administración y Finanzas del ISSSTE y la Dirección General de la Agencia Federal de Aviación Civil.
Estas designaciones implican que esos cargos puedan tener en la práctica dos líneas de mando. Por ejemplo, si bien el jefe funcional o superior inmediato del general Rodríguez Munguía, director general de la Agencia Federal de Aviación Civil es el titular de la SCT, su jefe jerárquico como miembro del Ejército, es el secretario de la Defensa Nacional. Situación que abre la posibilidad de que este intervenga, de facto, en funciones que no competen a su ramo.
“El que manda, no se equivoca, y si se equivoca, vuelve a mandar”
Hay muchas teorías respecto a las razones que explican porque López Obrador ha expandido el ámbito de actuación del Ejército y la Marina en la Administración Pública. En lo personal pienso que, dado su carácter autoritario y obcecación crónica, le acomoda ejercer su rol como comandante supremo de las Fuerzas Armadas donde, por disciplina, las órdenes superiores se acatan sin discutirse.
Así, autoritariamente y sin ningún análisis racional que respaldara sus decisiones, ordenó a la SCT cancelar la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y al Ejército edificar, en el menor tiempo posible, uno nuevo en la base militar de Santa Lucía. Desde entonces, le ha entregado todos los recursos necesarios para cumplir con sus órdenes, sin importarle que el desplome del tráfico aéreo y el deterioro de las finanzas públicas, hubieran aconsejado reducir el ritmo de la obra para liberar recursos con el fin de apoyar cuestiones más prioritarias.
Con seguridad, esta precipitación ha obligado a obviar etapas y actividades en el desarrollo de este proyecto que a la postre se harán presentes como deficiencias y errores. En algunos casos podrán subsanarse, pero en otros quedarán tan presentes como las piedras que se meten en los zapatos. Un caso es su adecuación a las normas internacionales y a las leyes mexicanas.
Por ejemplo, en el ámbito legal el estatus jurídico de Santa Lucía está en un limbo; ¿es una base militar o un aeropuerto civil? En documentos oficiales se le denomina aeropuerto mixto militar-civil. Pero, esta categoría no está considerada en el Convenio sobre Aviación Civil Internacional (Convenio de Chicago) donde explícitamente indica que solo se refiere a la aviación civil y no a la aviación de Estado, es decir a aquella destinada a prestar servicios militares o de policía. Por ello, la normatividad que la OACI ha emitido en materia aeroportuaria solo se refiere a aeródromos civiles, es decir que no dependen de ninguna autoridad militar, ni forman parte de su estructura orgánica.
Por su lado, la legislación mexicana solo se refiere en la Ley de Aeropuertos a aeródromos civiles que operarán mediante concesiones que serán otorgadas exclusivamente a sociedades mercantiles cuyo objeto sea administrar, operar, explotar y, en su caso, construir aeropuertos. ¡¿Podrá haber una sociedad mercantil que tenga integrada una base militar?!
El rediseño del espacio aéreo es una orden militar
Como consta en la Plataforma de Transparencia, el contrato con la empresa francesa de consultoría Navblue que ha estado participando en el rediseño del espacio aéreo del Área Metropolitana de la Ciudad de México no lo firmó, ni lo administra la Secretaría de Comunicaciones y Transportes sino la Secretaría de la Defensa Nacional. Esto es una irregularidad porque la planeación y gestión de tráfico aéreo es un asunto que legal y exclusivamente compete solo a la primera, como también ocurre con la seguridad aeronáutica que no tiene nada que ver con la seguridad nacional. Concepto este último harto desgastado para justificar la opacidad.
Más aún, el hecho de que SEDENA esté construyendo y eventualmente pudiera convertirse en la operadora del nuevo Aeropuerto de Santa Lucía no le da, como sucede con todos los concesionarios de aeropuertos, el derecho a intervenir de manera activa en la determinación de las rutas de aproximación y despegue de esa terminal, menos aún en las que corresponden a un aeródromo civil que por obvias razones no está bajo su jurisdicción como es el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.
Es dable suponer, que después de una presentación donde a López Obrador le explicaron que el espacio aéreo de la Ciudad de México se había rediseñado a partir de una tecnología basada en la geolocalización satelital y en las innovaciones tecnológicas con las que ahora cuentan las aeronaves, que significaría el desplazamiento del tráfico aéreo hacia las zonas más elevadas del poniente de la Metrópoli para facilitar la operación simultánea del Santa Lucía y el AICM, el comandante supremo diera la luz verde para su inmediata aplicación dado su deseo inquebrantable de inaugurar la nueva terminal el año que viene, entusiasmado aún más porque esta tendrá, según él, la tecnología más avanzada, aunque quienes entienden de esta saben que se usa desde 2008.
Así, se lo debió instruir el comandante supremo al general secretario de la Defensa Nacional y este al general director de la Agencia Federal de Aviación Civil. En una cadena de mando civil posiblemente hubiera habido cuestionamientos por la magnitud de la afectación ambiental en materia de ruido y advertencias de carácter político dada la proximidad de las elecciones. Pero no en una militar.
Los ciudadanos resentimos en forma abrupta los efectos de la orden el 25 de marzo cuando la intimidad de nuestros hogares la invadió un ruido que entra del cielo y que desde entonces viene y va durante todo el día al ritmo de los itinerarios del AICM. Súbito descenso en la calidad de vida de cientos de miles de ciudadanos cuyas primeras víctimas en cuestiones de salud han sido los más vulnerables; niños y enfermos. Más si se trata de adultos mayores.
Desde la fase de diseño Navblue conocía perfectamente la contaminación acústica que causaría el desplazamiento del tráfico aéreo hacia las zonas elevadas del Valle de México, porque tiene experiencia y cuenta con los programas para simular el ruido de todo tipo de avión en cualquier topografía. Métodos que incluso recomienda al OACI en el documento 9911. Una vergüenza que ahora los ciudadanos deban gastar miles de pesos para contratar equipos de medición de ruido con el fin de evaluar los daños que, de antemano, una empresa que presume en su sitio de internet de respetar el medio ambiente sabía que ocurrirían cuando trazó la rutas. Peor aún, porque Navblue sabe que lo diseñado para la Ciudad de México sería inaceptable e ilegal en cualquier ciudad de su País dado su marco regulatorio en materia de contaminación acústica. Pero aquí calla y se ajusta sumisa a la voluntad de quien paga su contrato.
Nunca en la historia del Área Metropolitana de la Ciudad de México, y seguramente de ninguna ciudad del mundo, se había dado una afectación ambiental en términos de ruido tan repentina, arbitraria y masiva como lo que ha provocado el reciente rediseño del espacio aéreo. En una larga franja al poniente de la Metrópoli que va desde Tlalpan hasta Huixquilucan, cientos de miles de personas de todos los grupos socioeconómicos padecen la tortura diaria del paso de aviones que producen ruido en niveles muy superiores a los límites tolerables en términos de intensidad, frecuencia y duración que ha señalado la Organización Mundial de la Salud.
En otras administraciones, cuando derivado de ajustes en las trayectorias de aproximación se generaron quejas por afectaciones acústicas, que fueron sensiblemente menores en términos de área, población afectada y niveles de ruido con respecto a las que ha provocado el rediseño del espacio aéreo, las quejas se atendieron de alguna manera. De hecho, las aproximaciones anteriores fueron resultado de un largo proceso de ajustes para causar las menores molestias posibles. Al suspenderlas este esfuerzo se tiró a la basura.
Casi dos meses sin el menor atisbo de una rectificación, evidencian que el gobierno apuesta a que la ciudadanía se doble, resigne y acepte los daños a su calidad de vida, a su salud y a su patrimonio, lo que también demuestra que nos enfrentamos a un acto de autoridad que proviene de la voluntad del comandante supremo para inaugurar el año próximo el Aeropuerto de Santa Lucía, aunque hasta la fecha nadie conozca el volumen previsto de operaciones y menos aún las líneas aéreas que lo utilizarán.
Las autoridades han preferido inundar los medios con declaraciones, entrevistas y presentaciones. Limitar los espacios donde se escuche la voz de los ciudadanos y atender a estos teniendo a un juez de por medio, en lugar de mirarlos de frente y prestarles oídos para entender la dimensión y las aristas del problema que han provocado. Cumplir una orden no admite distracciones tan molestas como las quejas ciudadanas.
Entendemos que la aparición en escena de funcionarios civiles de la SCT es mero parapeto que formaliza el rediseño como un asunto de la competencia de su ramo. Pero ellos no intervienen en la cadena de mando militar de donde parten las decisiones. Su papel principal consiste en atender y dilatar los recursos legales que han presentado los ciudadanos, para lo cual han contado con la ayuda interesada del Consejo de la Judicatura Federal que, inopinadamente, concentró todos los amparos en el Juzgado Quinto de lo Administrativo, aduciendo que ahí se habían ventilado los que se presentaron en contra de la construcción de Santa Lucía, cuando en esta ocasión lo que se reclama es una cuestión en absoluto distinta porque trata de la afectación a los derechos a la salud y a un medio ambiente sano.
El Artículo 1º de la Constitución, señala que corresponde a las autoridades, en este caso las secretarías de la Defensa Nacional y la de Comunicaciones y Transportes la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley.
Estos son irrenunciables, aun si el comandante supremo ordena lo contrario.
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Alfredo Acle Tomasini es economista con maestría en la Universidad de Manchester, Inglaterra. Ha sido director general de empresas industriales y de firmas de consultorías internacionales. En estas realizó proyectos para los sectores públicos y privados. Colaboró también en el CIDE como Coordinador de la Unidad de Estudios Aplicados. Tiene libros publicados sobre administración pública, planeación estratégica, calidad total y también ha incursionado en la narrativa con algunas novelas. Con una de sus obras obtuvo el Premio de Administración Pública. Fue por más de veinte años editorialista de El Financiero. Es vecino afectado y participa junto con muchos más en un esfuerzo por defender los derechos a la salud y a un medio ambiente sano.
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