A comienzos de año tuve la oportunidad de llevar a mi adolescente y futuro aeronáutico profesional hijo a visitar las instalaciones del MRO de Mexicana en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM), algo que logré presentándome y anunciándome, ahora sí que “en frío”, en los correspondientes accesos, ante unos implacables vigilantes cuya primera respuesta fue un automático: “debe usted solicitar su visita por los canales adecuados”, barrera que gentilmente levantaron los ejecutivos del MRO quienes luego de una pequeña negociación, autorizaron darnos un intempestivo recorrido por esta que sigo definiendo como una de las joyas de la industria aeronáutica de México.
Unos meses antes, también “en frío”, Simón y yo les habíamos caído a los de AeroUnión cuando aún operaban en el AICM sin lograr el éxito que tuvimos con el MRO de Mexicana, pero sin embargo en condiciones muy atractivas mientras se realizaban las gestiones de acceso, disponiendo una muy atractiva panorámica de algunas de sus aeronaves, convirtiendo a la experiencia en una que valió la pena emprender, tal y como resultó el pasado mes de marzo la que mi hijo y yo tuvimos en el Aeropuerto “Jorge Jiménez Cantú” de Atizapán, Estado de México, nuevamente “en frío”, sitio en el que gracias a los buenos oficios del encargado de uno de sus hangares, Simón tuvo un primer contacto directo con la aviación general.
Hace unos días, Simón y yo nos dimos el banquete visual de visitar una de las instalaciones más atractivas que puede haber en un aeropuerto mexicano: una torre de control, gestión de acceso que si bien pude haber intentado ooootra vez “en frío” con alguna posibilidad de lograrla. Por cierto, nunca voy a olvidar como alguna vez logré de esa manera subir a las torres de control de los aeropuertos Charles de Gaulle de París y Barajas de Madrid, de esa manera decidí realizar de manera anticipada empleando los canales adecuados, el primero de los cuales, por cierto el más oficial de ellos, de plano me respondió que ese tipo de visitas “están prohibidas”. Para nuestra buena suerte canales no menos formales y válidos, pero sin duda más amistosos, empáticos y conscientes de la importancia de abrir los espacios aeronáuticos a las futuras generaciones de profesionales de la industria, no solamente la hicieron posible, sino que procuraron que Simón se llevase a casa una verdadera cátedra de lo que es ser aeronáutico, es decir, de aquellos que sirven al vuelo y no de los que se sirven de él.
Hablando del contraste entre hacer las cosas “como se debe” y atreverse a hacerlas de otra manera, hay que decirlo, legítima, recuerdo como hace años cuando Air France siendo yo estudiante universitario estaba por dejar de volar al AICM con el Concorde, intenté en vano por meses lograr acceso en tierra a una de esas aeronaves antes de que saliesen de los itinerarios de manera “oficial”. Un día muy poco antes del último vuelo del modelo, compartí mi frustración con la entonces jefa del Departamento de Relaciones Públicas del AICM, doña Lourdes Ortiz Monasterio quien generosamente no solamente arregló mi acceso al aparato sino que me incluyó entre aquellos que fueron a verlo aterrizar desde una camioneta del aeropuerto a unos metros del costado de la pista 05 derecha en la que operó. Lo irónico es que a bordo del supersónico me encontré a la funcionaria de Air France que me había negado mis anteriores peticiones. En fin; “genio y figura hasta la sepultura”.
Sobra decir que Simón ha quedado encantado con las originales experiencias aeronáuticas que su poco convencional padre, debo reconocerlo, siempre agradecido con quienes le han ayudado a madurarlas, le ha permitido disfrutarlas en una edad en la que el adolescente comienza a perfilar su rumbo profesional, cualquiera que este sea, dentro o fuera de lo aéreo.
La verdad es que uno nunca sabe qué va a pasar con los hijos. Por lo pronto, quien firma esta columna está dispuesto a que su chamaco acceda lo más posible a la esencia de la aeronáutica, algo que deseo hagan todos los estudiantes de educación media que sientan el cosquilleo del gas avión o la turbosina en sus venas.
Va mi reconocimiento entonces a aquellos a cargo de las instalaciones que hemos visitado y que prudentemente (como debe de ser), pero también generosamente, nos han abierto por un rato y siempre respetando las normas de seguridad, las puertas de sus espacios. Solo les pido un favor: no dejen de hacerlo; la aviación mexicana se los agradecerá y retribuirá cuando algunos de esos inesperados visitantes que acogieron se conviertan en valiosos integrantes formales de la industria.
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