Los seis mil pesos que gasté en cierto boleto para volar próximamente en la oscura madrugada entre la Ciudad de México y Tijuana, sin asiento asignado, es decir, sin el disfrute de mi tradicional ventanilla, con las rodillas en mis orejas dado el corto espacio entre asientos y siempre asediado por cobros adicionales (justificados o no), incluyendo una propina para la sobrecargo, en una aerolínea que consistentemente me sigue dando mal servicio y en la que frecuentemente se desprecian algunas de las más básicas normas de seguridad en cabina de pasajeros, pero que resulta la más barata y dispone del mejor horario para mis necesidades, me hubiesen alcanzado para darme un banquete visual diurno de corte aeronáutico, volando en una aerolínea seria, disfrutando por ejemplo de esa maravillosa aproximación que generalmente tiene lugar en Puerto Escondido, aeropuerto mucho más atractivo que esa virtual central camionera en la que, al paso de los años, se ha transformado el Aeropuerto Internacional Abelardo L. Rodríguez de la meca de los cruces transfronterizos de personas en México.
Pero no tengo opción, mi deber como padre me obliga a facilitar los encuentros entre mis hijos y su octogenaria abuela a la que simple y sencillamente debo acompañar para ir a verlos, debido a que, de no hacerlo, tales entrañables y hoy vitales encuentros ya no tendrían lugar.
Si bien la idea de pasar un fin de semana con mi gente en el muy lindberghiano San Diego es razón suficiente para justificar que yo compré un boleto de avión, jamás pensé estar en una situación en la que un vuelo no me entusiasme, tanto así que decidí no darle esos pesos extra a la aerolínea con tal de que me asigne un siempre preciado asiento de ventanilla. Quienes me conocen saben que esto va contra mi naturaleza, pero también están enterados de la magnitud del desencanto que estoy experimentando ante la calidad de la experiencia de hacer determinados vuelos, en especial, algunos como el que comento y que la verdad, no tienen otro atractivo para que servir de plataforma para trasladarme de un lugar a otro.
Dicho en otras palabras: algunas aerolíneas lograron su objetivo de convertir al aerotransporte en un simple “commodity” sin valor adicional que aquel del transporte simple y llano que aporta al consumirlo, si es que el mismo es provisto en las condiciones pactadas de seguridad y puntualidad, quitándole a aquello que solía ser una gran experiencia mucho de ese encanto que hacía que los consumidores viésemos al aéreo como el medio ideal para viajar, cueste lo que cueste.
De la misma manera, administradores, autoridades, las propias aerolíneas y prestadores de servicios han transformado la otrora maravillosa experiencia de prepararse para abordar un vuelo en una terminal aérea en algo digno de evitar, si es posible a toda costa, dadas los riesgos e incomodidades que ello supone.
Sobra decir que no culpo a quienes ya no ven a la aviación comercial como sinónimo de una verdadera y potencialmente muy agradable aventura. Si a los aeronáuticos “de cepa” nos cuesta cada día más trabajo hacerlo, ya me imagino lo que sienten a la hora de verse a punto de volar, aquellos para los que el avión no es otra cosa que un costoso y por ahí estresante, peligroso, pero eso sí, veloz medio de transporte.
¡Que alguien nos regrese, por favor, el aerotransporte que alguna vez, por lo menos los de mi generación, tuvimos el privilegio de disfrutar!
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