A algunos aeronáuticos de mi generación les ha dado por preparar y hasta publicar sus memorias, que como diría Hermann Hesse en su “Lobo Estepario”, son escritas “por locos, sólo para locos”. En nuestro caso, locos por los aviones.
Creo que ha llegado mi turno, sólo que a diferencia de ellos, emplearé, hasta donde mis editores y lo más importante, mis lectores, me lo permitan, espacios como el que alberga esta columna para recuperar algunos episodios de un andar en el quehacer del vuelo humano, que las canas y el deterior propio de la tercera edad, me dejan claro, ya ha sido extenso.
Me resulta imposible y, de hecho, me parece hasta injusto comenzar a transformar algún recuerdo aeronáutico en una anécdota, y más conforme se acercan el 20 y 21 de mayo en el que, el vuelo en solitario sin escalas entre Nueva York y París, capturó la imaginación del mundo entero, sin corresponder al protagonismo en mi vida y la generosidad que me ha dispensado la saga del que bien podría definirse como el aviador por excelencia: Charles A. Lindbergh, cuya tumba en el estado de Hawaii visité en el año 1989, en un original periplo aéreo de apenas 11 días de duración, al amparo de los descuentos en boletos de avión y hoteles, a los cuales me daba acceso mi credencial de empleado de Mexicana de Aviación, que me llevó a hacer un total de 22 despegues, en 15 aeropuertos de 4 países de dos continentes, recurriendo a 9 tipos diferentes de aeronaves de 5 aerolíneas.
Sobra decir que, tal maratón aeronáutico, lo tuve que hacer solo, ya que nadie se atrevió a acompañarme, simple y sencillamente por el ritmo y el carácter aeronáutico del mismo, tan extraordinario que no me sorprendió que las autoridades migratorias norteamericanas en Honolulu, a mi llegada procedente de Hong Kong, con escala en Tokio, decidiesen someterme a una intensa y, debo reconocer, humillante inspección secundaria dentro de un cuartito, en el que “guante en mano” mi privacidad, en todos los sentidos, fue abrumadoramente invadida… Así lo dejo.
Habiéndose dado cuenta de que, efectivamente, sus sospechas eran infundadas, mis ahora “íntimos amigos” agentes protección de fronteras intentaron compensar las molestias ocasionadas por la revisión, acelerando mi traslado a la terminal regional del aeropuerto, en la que abordé un de Havilland DHC-6 “Twin Otter”, de la aerolínea Aloha Island Air, modelo conocido por los veteranos aeronáuticos mexicanos como “Guajolota”, que me llevó al aeropuerto de Hana, en la isla de Maui, haciendo escalas en Kapahulua y Kahului en el mismo litoral. Volar de Kahului a Hana en un avión pequeño, permite observar la mágica costa de la isla y su trazado carretero, de fama internacional, como una de las rutas escénicas más hermosas del mundo, el mismo que tuve el privilegio de recorrer en el año 1987, en un primer intento de llegar al cementerio Palapa Homau, en Kipahulu, localidad en la que se encuentra la última morada de Lindbergh, fallecido en la casa de un médico en la Villa de Hana el 26 de agosto de 1974.
Por lo visto a “Lolo”, dios local de la lluvia, no le hizo gracia mi primera visita, tanto que se dejó sentir con toda fuerza bloqueando la carretera con peligrosas corrientes de agua y deslaves. Para mi fortuna, mi segundo esfuerzo se acompañó de un clima maravilloso, permitiéndome acceder al privilegiado espacio con vista al Océano Pacífico, en el que el “Águila Solitaria” decidió, muy a su austero y ecologista estilo, fusionarse con la naturaleza, en un sencillo entierro tradicional de Hawaii.
Un detalle curioso es que, tal y como seguramente algunos de mis lectores recordarán, en esos tiempos era requisito vestir formalmente a la hora de hacer uso de algún boleto o pase interlineal, lo que me obligó a hacerme acompañar de una camisa de vestir, saco y corbata, mismos que se me ocurrió portar a la hora de estar al pie de la tumba de Lindbergh, atuendo que contrastaba con el del resto de los visitantes del panteón, uno de los cuales, vestido muy al estilo gringo hawaiiano, estaba muy molesto por el detalle de que el recorrido turístico por el sur de Maui que contrató, incluyese la visita a un cementerio, tanto así que al verme muy solemne ante el sepulcro de piloto del “Espíritu de San Luis”, me preguntó quién estaba enterrado en él. Cuando le respondí que se trataba de Lindbergh, se sorprendió, toda vez que hubiese pensado que siendo quien era, y más militar, el héroe norteamericano debería estar enterrado, digamos, en el cementerio de Arlington, Virginia. Cuando le expliqué cómo es que el aviador, convertido al final de su vida en un activo promotor de la preservación del medio ambiente natural, había elegido la belleza natural de Maui como su último refugio, comprendió el significado de lo que teníamos ante nosotros.
Es así que, estimado lector, si bien mi extenuante periplo con vuelos en aeronaves tan interesantes, como ese Boeing 747-100/SR/SUD de Japan Airlines, con la friolera de 563 asientos y la oportunidad de experimentar la espectacular aproximación IGS (Instrument Guidance System) a la pista 13 del aeropuerto Kai Tac, de Hong Kong, bien podría resultar memorables, lo cierto es que haber tenido el privilegio de presentar mis respetos a Lindbergh en su tumba es algo que nunca voy a olvidar, a menos que ese perverso alemán (el señor Alzheimer) un día se apodere de mí.
¡Toco madera!
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