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23/11/2024

Esa sutil adicción llamada vuelo

Juan A. José / Miércoles, 10 Agosto 2022 - 23:25

¿Cuándo es que perdimos nuestra capacidad de asombro?

Hace unos años aterrizó por primera vez, en el Aeropuerto Intercontinental de Querétaro, un Boeing 747 carguero dispuesto a llevarse más de cien toneladas de plásticos hacia África. Cuando vi la escasa concurrencia de espectadores, me pregunté: ¿Qué diablos hacen todos mis compañeros de la aerolínea en sus puestos de trabajo, en lugar de estar un rato en la plataforma, disfrutando del espectáculo que supone la llegada de una aeronave de esas dimensiones a un aeropuerto como Querétaro? ¿Acaso la empresa los iba a sancionar por dejar unos minutos su trabajo para ver el avión aterrizar? ¡No lo creo! Más bien, pienso que la razón por la cual algunos empleados de nuestra aerolínea, y ojo, estoy hablando de una aerolínea y no de una panadería, no salieron a ver el 747 fue porque simple y sencillamente no les interesó. Triste, pero cierto.

Lo anterior me lleva a pensar en esa tarde de 1970, cuando las instalaciones del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México se vieron colmadas de capitalinos para presenciar el primer aterrizaje de un 747 en nuestro país, o cuando ocurrió lo mismo en 1974 con el aterrizaje del primer Concorde en México.

La apatía no es solo fuera de las aeronaves, sino también dentro de ellas; una reciente experiencia a bordo de un Airbus A320 despegando de Tijuana, ocupando, claro está, un asiento de ventanilla me permitió disfrutar de un hermoso atardecer, algo que a la pasajera a mi lado no le importó en lo más mínimo. ¿Qué no se da cuenta esta señora de lo maravilloso que resulta un atardecer desde el aire? ¿No le parece increíble que, ahora mismo, la nuestra no es sino una más de las 10,000 aeronaves que han volado por todo el mundo? ¿Qué no sabe que volar va más allá de transportarse por aire de un lado a otro? La verdad es que me daban ganas de sacudir al personaje a mi lado para que se diese cuenta del privilegio que tenía de estar dentro de una aeronave en vuelo. Claro está que no lo hice y me tuve que contentar con disfrutar callada y privadamente el atardecer. Y es que, lo debo reconocer, soy adicto al vuelo y a la aviación, pero también me queda claro que no todo el mundo lo está, es decir, que no a todos les gusta volar, no disfrutan un fenómeno meteorológico a 30,000 pies de altitud, no les impresiona un 747 en Querétaro, ni les importa lo que rodea sus vuelos a los que solamente lo ven como otro viaje más.

En ese tenor, no me queda otra que compartir en espacios como este mi reiterado asombro ante la magia del vuelo, el tamaño de las aeronaves, el avance tecnológico y la maravilla de la geografía terrestre vista a 10 kilómetros de altura.

Dicen que no he madurado, por lo menos en este sentido, y qué bueno, porque ello me vinculó de alguna manera a ese gigante con alma de niño que fue Antoine de Saint-Exupéry, piloto pionero del aerotransporte internacional y que nos dejó un Principito por herencia. Hace 4 décadas, mi abuelo se enojó porque forcé a mi madre a llevarme al aeropuerto a ver el 747. ¡Que ya verás muchos en el futuro! –me dijo. Es cierto, he visto no muchos, sino muchísimos 747 e, inclusive, he volado en decenas de ellos, ¿y, les digo una cosa, estimados amigos lectores? No me harto ni de verlos ni de volar en ellos. ¿Turbosina en la sangre? ¡Seguramente!

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