Creo que es tiempo de darle un respiro al nivel de controversia que han tenido los comentarios que recientemente se han publicado en esta columna de opinión y recuperar, por lo menos en esta entrega, ese sano y por ahí lúdico espíritu aeronáutico que me ha inspirado, me inspira y seguramente seguirá inspirándome a lo largo de mi vida.
Hace tiempo, alguien hizo una encuesta por medio de un prestigiado foro aeronáutico internacional, preguntando a los integrantes ¿cuál es la aeronave comercial en la que les hubiese gustado volar, pero nunca pudieron hacerlo?
Si bien se decantaron los nombres de algunas verdaderamente icónicas aeronaves, caso del británico de Havilland DH-106 Comet o del soviético supersónico Tupolev 144, experiencias de vuelo, en mi opinión, quizás resultaban más extraordinarias que las del ganador, lo cierto es que creo comprender por qué la mayoría de las respuestas invariablemente mencionaban al supersónico anglo-francés Aérospatiale-BAC Concorde; un clásico que se mantendrá en la memoria de una generación tras otra, disfruten o no de la magia del vuelo.
Y es que la verdad, en mi opinión, el Concorde, más allá de lo que técnicamente y estéticamente representa, que es mucho, es sinónimo de una época sin igual hasta la fecha (la de los años sesenta y setenta del siglo XX), en la que la capacidad de imaginación del ser humano y sus expectativas de vivir en un futuro de maravillosas experiencias, gracias a los avances de la tecnología, estaban en su máxima expresión. El Concorde las representaba, es decir, hacía pensar al público en la posibilidad real, hacer cosas imposibles, que parecían imposibles a quienes les precedieron habitando nuestro planeta.
En su tiempo, el Concorde era la máxima expresión de glamour, modernidad, éxito de sus usuarios, prestigio para las aerolíneas y buen servicio. A diferencia del Tu-144, plagado de ineficiencias, incomodidades y peligros, el que hizo su primer vuelo desde Toulouse, Francia, en 1969 tuvo la oportunidad de consolidarse como protagonista de los vuelos de largo recorrido, en particular los trasatlánticos, hasta que dejó de ser sostenible para sus dos principales operadoras: Air France y British Airways, que por casi tres décadas en servicio lo pusieron al alcance, sino de todos, sin duda de muchos. La norteamericana Braniff y Singapore Airlines, también lo tuvieron en su oferta de aerotransporte. Es más, los de mi generación, si bien en la mayoría de los casos no volamos en él y a lo mucho lo visitamos en tierra, frecuentemente nos enteramos de conocidos que tuvieron el privilegio de hacerlo, generando envidia “de la buena” entre quienes no disfrutamos de la experiencia y, más aún, si se trata de aeronáuticos, para los que el haber realizado un Nueva York-París en tres horas y media, teniendo como vista desde la ventanilla unas impresionantes alas delta, simple y sencillamente, en una de esas, se hubiese convertido en el vuelo de nuestras vidas.
Es así que es estoy completamente seguro que cuando en el futuro alguien hable de aquél fenómeno social, político y científico que fueron los años sesenta y setenta del siglo en que nací, además de invocar las imágenes de unos músicos de Liverpool, de tres astronautas en la Luna, o de estudiantes manifestándose por todo el mundo, no olvidará incluir en ellas las de un Concorde, aeronave, algo me dice, terminará siendo la más icónica de la historia, a cuyo fracaso comercial y, por ende, su limitada producción, contribuyó la decisión de la norteamericana Pan Am de no operar aeronaves supersónicas, influida por el consejo de uno de sus principales asesores: Charles A. Lindbergh, otro grande de lo aeronáutico, a cuya memoria dedico este texto.
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