Una tarde en tiempos en los que estudiaba la carrera de piloto aviador, conforme mi padre y yo estábamos prestos a jugar juntos unos hoyos de golf, el “starter” nos invitó a formar un grupo con otra pareja padre-hijo. La experiencia marcó mi vida aeronáutica toda vez que la otra pareja la integraba nada menos que el entonces Director General de Aeronáutica Civil y su primogénito, hoy día un muy estimado capitán en retiro que hizo una gran carrera en Mexicana de Aviación.
El funcionario, como siempre muy amable, resultó un tipazo con el que mi padre comenzó a jugar golf y dominó frecuentemente, al grado de hacerse amigos. Es más, sus viudas siguen frecuentándose y viajando juntas. El caballero en comento imponía, no solamente por sus conocimientos y experiencia en lo aéreo, su facilidad de palabra, su capacidad de gestión y hay que reconocerlo: por su puesto. Y es que entonces el titular de la entonces Dirección General de Aeronáutica Civil (DGAC) era sin duda LA AUTORIDAD, con mayúsculas, en la aeronáutica mexicana, tanto así que su jefe, el Subsecretario del ramo (Transporte), por lo menos así lo percibí durante un par de décadas, no pintaba mucho que digamos, lo cual quiere decir aún en el seno de la entonces Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) hoy día Secretaría de Infraestructura Comunicaciones y Transportes (SICT), el peso de la DGAC y de su titular era muy, pero muy alto, al grado de verle en primera plana en ceremonias en las que asistía no digamos el titular de Comunicaciones y Transportes, sino el propio Presidente de la República.
Un lustro después, cuando quien firma esta nota ya había colgado las alas, y habiéndose hecho de una licenciatura, en buena medida gracias al apoyo y buenos oficios de la licenciada Rosa María Montero Montoya quien estaba al frente del Departamento de Asuntos y Normas OACI de la DGAC, me ostentaba como Jefe de la Oficina de Asuntos OACI en la misma dependencia, y comprendí la importancia en el mantenimiento de los estándares internacionales de seguridad, eficiencia y rentabilidad aplicables a la aviación civil internacional que tenía la calidad gestión del DGAC y de la propia entidad, algo que en esos tiempos se conseguía a niveles, si no óptimos, con certeza de manera muy avanzada, tanto así que México consolidó su bien ganado prestigio en la comunidad aeronáutica global, gracias a papel, ahora sí que de AUTORIDAD (recalco las mayúsculas) que ejercíamos todos en la DGAC, comenzando claro está por su titular, quien es irónicamente el actual y muy criticado Director General del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y alguna vez Subsecretario de Transporte, el ingeniero Carlos Morán.
Recupero todo lo anterior, debo reconocer, con perplejidad y mucha preocupación al enterarme del papel secundario que en toda esta mediática controversia que nuestra aviación civil está teniendo, ya no digamos el Director General de la Agencia Federal de Aviación Civil (AFAC) o el Subsecretario de Transporte, sino el propio titular de la SICT, el ingeniero Jorge Arganis Díaz Leal al que los mexicanos vemos en los medios de comunicación acompañando, sí es que al Secretario de Gobernación o a los titulares de las fuerzas militares, en reuniones y mesas de trabajo destinadas a solucionar la problemática aérea mexicana, en las que uno debiera pensar, la batuta la debería llevar el titular del ramo, insisto: el SICT.
Hay que decirlo: independientemente de consideraciones políticas, lo único que a mi me hace pensar esta situación es que no son solamente los organismos y empresas aeronáuticas del estado mexicano las que están débiles, sino también la propia SICT. Si aceptamos la validez de lo anterior, ¿a quién le sorprenden los resultados que dichas dependencias han entregado a los mexicanos en lo que va de este sexenio? Es más, ¿cómo podemos esperar un cambio?
Lo cierto estimados lectoras y lectores, es que para un veterano de la DGAC de años tan buenos para la aviación mexicana como fueron las décadas de los 60, 70 y 80 del Siglo XX, lo que está pasando no solamente en los cielos de nuestro país, sino en las más altas oficinas de la SICT, es una vergüenza y debo confesar: un motivo de enorme tristeza.
Bien dice el periodista Joaquín López-Dóriga en la radio al tiempo de que redacto esta entrega: ¡No tenemos SICT!
¡Estoy totalmente de acuerdo y no me hace ninguna gracia!
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