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16/11/2024

¡Volar!

Juan A. José / Miércoles, 6 Julio 2016 - 09:39

El entusiasmo y el asombro provocados en la opinión pública hacia los comienzos de la aeronáutica, en especial a partir del vuelo de los hermanos Wright en 1903, demostraron que, al realizar finalmente el audaz proyecto de Ícaro, el hombre podía escapar de los límites ordinarios de su condición terrestre, accediendo a un universo hasta entonces prohibido, dominio del sueño y del deseo, pero exclusivo hasta entonces de las aves.

Dotado de una capacidad tan fabulosa y cual verdadero súper-hombre, el aeronauta, en representación de la humanidad, se convirtió en una de sus más altas expresiones, adjudicándose el papel del héroe de los tiempos modernos, haciendo posible además que algunos privilegiados los acompañasen en calidad de pasajeros a acceder a esos ámbitos geográficos otrora fuera de su alcance.

Al arrancarlo del suelo, al humano se le abrió una perspectiva del planeta que habita, totalmente desconocida para sus congéneres de la antigüedad. De esta manera, desde lo alto, el aviador y quienes lo acompañan, tienen una percepción diferente de las realidades en la Tierra, de sus ciudades, mares, montañas y ríos, y hasta del hombre mismo al que pueden observar desde otras dimensiones, como aquella que habla de su grandeza al haber logrado volar o de su insignificancia.

El ocupante de una aeronave, en particular quien tiene a cargo pilotearla, desde el momento en que se prepara para realizar un vuelo, de alguna manera se desvincula de su entorno elemental en una suerte de ruptura con la vida en tierra, abandonándola temporalmente para transitar hacia otros planos sin perder su esencia y características humanas, y salvo en los viajes espaciales, sin abandonar los ámbitos atmosféricos.

El regreso puede ser difícil, y es que cuando un aviador se instala ante los controles de vuelo, ocurre una espontánea e intensa simbiosis hombre-máquina que le da al primero una sensación extraordinaria de poder y a la segunda la posibilidad de ser algo más que una cosa que vuela. La máquina seguramente no es consciente de ello, sin embargo, el aviador sí lo sabe. El problema es que no todos los tripulantes tienen la humildad de reconocer que lo que se les ha dado es un don, y como tal tienen la responsabilidad de usarlo correctamente. Muchos terminan emborrachándose con él, asumiendo aires de grandeza.

Quienes mantienen la sobriedad regresan a la superficie de la Tierra ataviados con la naturalidad y la sencillez propia de los grandes. Son estos los que irónicamente se convierten, la mayor de las veces involuntariamente, en los más efectivos pregoneros del valor de las artes del vuelo. Entre ellos destacan unos cuantos que además, han sabido alimentar el espíritu de sus congéneres compartiendo desinteresada y efectivamente la maravillosa experiencia de estar en los mandos de una aeronave. Esos son los verdaderos héroes aeronáuticos: los que hacen lo necesario para que los humanos jamás olvidemos que no hace mucho tiempo se volvió realidad uno de nuestros más añejos y añorados sueños: ¡Volar!

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