Inmersos en una coyuntura nacional compleja donde todavía las autoridades se encuentran definiendo y delimitando el rumbo de las políticas públicas que imperarán en el sexenio, así como determinado y ajustando su visión y probable prospectiva; y donde simultáneamente el sector aeronáutico nacional junto con el resto de la población nos encontramos expectantes de definiciones, de claridad y de precisión sobre el porvenir, es reiteradamente prudente tomar un momento para reflexionar sobre principios que resaltan por obvios pero son todo menos evidentes a primera vista. Ciertamente, inmersos de lleno en un proceso de construcción, definición y debate técnico entre una multiplicidad de fuentes y referentes, es impresionantemente sencillo confundirnos, caer en tentaciones necias, cerrarnos a nuevas aproximaciones, a desarrollar miopía para ver a distancia y astigmatismo para ver lo inmediato. En otras palabras, la “ceguera cognitiva” es un mal ineludible como humanos, pero prevenible si nos aferramos a preceptos de lógica indiscutible y de filosofía universal.
Comencemos entonces con la primera, siendo esta la más evidente y menos debatible. Reza un viejo proverbio sabio de la aviación “Nadie nunca se ha estrellado contra el cielo”; frase más cierta y aplicable a nuestro entorno nacional no podríamos encontrar en esta coyuntura nacional. Y es que, extrapolado a un entorno de visión estratégica, queda claro que el rumbo que debe seguir el Estado Mexicano –es decir, esa amalgama simbiótica entre sociedad y gobierno circunscrito por un territorio y una identidad homologante y cohesionante en una trascendencia común- es hacia arriba. Excesivamente reiterado está el indiscutible hecho que uno de los pocos sectores en pleno proceso de desarrollo y proyección es el aeroespacial, y que la tendencia global contemporánea se orienta al uso e inversión intensiva en materia aeronáutica como un medio e instrumento para promover el comercio, el tránsito, la interacción y la comunicación. Para pronto: la aviación en el siglo XXI es la piedra angular que nos permitirá como civilización humana cerrar brechas, acercar realidades y progresar de manera conjunta.
Ya desde tiempos de Alberto Santos Du Mont y de Orville y Wilbur Wright evidente era que la humanidad había sido parte de un cambio trascendental, al momento que emprendimos vuelo autopropulsado y rompimos la barrera terrestre que nos ataba al planeta. En su momento el siguiente gran obstáculo fue eliminado por Charles “Chuck” Yeager a bordo del X-1, un pequeño avión que era más un cohete con alas y medianamente dirigido por un osado piloto de prueba y veterano de combate que haría historia y sería el objeto de leyenda al romper la barrera del sonido, o como se le decía en su momento en los cielos de los desiertos californianos del ayer “ese diablo que vive en el Mach-1”. Ahora, ambos sucesos nos parecen obsoletos, retirados a la historia o un primitivo ayer; sin embargo, ambos son plenos ejemplos del ingenio, la genialidad y la osadía del ser humano que nos ha llevado a ser la especie dominante del planeta.
Ya desde entonces quedaba claro que el camino a seguir era hacia arriba, y que el futuro estaba volando, no en tierra. Es por ello que cualquier avance que se gestione en materia aérea es prácticamente seguro que “volará”, o nos permitirá ascender a nuevas altitudes; mientras cualquier proyecto que mire hacia tierra esta eventualmente destinado a “estrellarse”. Ahora bien, si el gentil lector considera esta declaratoria como una postura radical, pensemos entonces en otros términos más técnicos: una rápida y súbita desaceleración opuesta a la sumatoria de la gravedad y a su velocidad terminal, como resultado del encuentro de un objeto/sujeto imparable contra una entidad inamovible. Si analizamos un poco esta larga y técnica expresión podemos correlacionar la misma con lo que aparentemente vive nuestro país: una aparente visión de Estado que en vez de voltear a las alturas en proyectos aeroespaciales de vanguardia y de alto valor agregado prefiere orientarse a proyecto terrestres rebasados desde el antaño y que se encuentran condenados a su eventual obsolescencia y un rápido proceso de pérdida de valor en relación a los avances y gestiones globales, motivado por una postura inamovible enfrentada a una tendencia global imparable. En síntesis predictiva: esto no va a acabar bien, y no hay escenario de desenlace donde el resultado sea favorable para nadie ni para el país.
Por supuesto, es obvio existen llamados demagógicos que sugieren lo contrario, y su vehemencia e insistencia son seductoras para oídos poco o mal informados. Pero nada resiste el embate de la realidad, ni la fría resistencia de lo autoevidente. Prudente es entonces abandonar ese discurso infundado y ver los hechos objetivos, abrir los ojos y darnos cuenta que a buen tiempo estamos como Estado de enmendar esta terrible deficiencia de visión estratégica. Sin embargo, queda entonces el innegable problema de las diferentes posturas político-administrativas en torno al futuro aeronáutico nacional.
Sea entonces prudente y sugerente recurrir a uno de los máximos exponentes de la filosofía universal –Friedrich Nietzsche- que nos establece un precepto digno de reflexión: “mientras más alto volamos más pequeños aparentamos ser para los que no pueden volar”. Esto describe también el entorno en que nos encontramos ya que para muchos la aviación y el desarrollo científico, tecnológico, industrial y empresarial que le integra parecen temas intrascendentes, despreciables e inclusive innecesarios. Esto no implica que lo sean, solo que el tema y quienes los impulsan se encuentran “volando alto” y llegando cada vez más a nuevas altitudes; mientras que quienes se aferran a esa postura improcedente y a todas luces absurda y atrasada lo hacen porque no sólo no vuelan, sino se empeñan en anclarse al suelo en un falso e infundado sentimiento de certidumbre, seguridad y comodidad.
Sea este entonces un oportuno momento para volar alto, para librarnos de las ataduras del ayer y emprender vuelos para ser grandes, para evitar colisionar con tierra y evitar resignarnos al rezago, al atraso y a un pretérito rebasado que no lleva a ningún lado. Veamos entonces el porvenir desde las alturas, y cambiemos nuestra perspectiva: veamos la tierra desde lo alto, y no lo alto desde la tierra. La decisión es de nosotros, el futuro de nuestros hijos, y la realidad del sabio. Seamos sabios, seamos abiertos, seamos proactivos, construyamos el futuro.
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