Pocos retos han sido tan descabellados y con resultados tan benéficos para la humanidad, como el que realizó el 27 de julio de 1943 el piloto y coronel estadounidense Joseph B. Duckworth. Según relatos, unos pilotos británicos lo desafiaron a volar hacia un huracán para probar que el avión AT-6 “Texan” era confiable y el coronel, quien es considerado el padre del vuelo militar por instrumentos en su país, aceptó. Realizó los dos primeros viajes intencionados alrededor y a través del ojo de un huracán, el primero con un navegador y el segundo con un meteorólogo, obteniendo información que cimentaría la creación de una unidad del ejército destinada para la investigación de estos fenómenos: el 53° Escuadrón de Reconocimiento Meteorológico de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, conocido como los “Cazadores de Huracanes”.
Con base actual en Biloxi, Mississippi, el escuadrón tiene como objetivo la constante alimentación de datos de estas masivas tormentas para los modelos de computadora que hace su Centro Nacional de Huracanes (NHC) y vuelan en distintas partes del mundo, entre ellas México. Para ello, tienen diez enormes aviones turbohélice WC-130J “Hércules”, equipados con sensores y equipamiento meteorológico adicional (de allí que tengan el prefijo “W”, por “Weather”). Estos súper Hércules, nombrados “Weatherbirds” o “pájaros meteorológicos”, son cargados con un par de pallets de equipo para el monitoreo climático, tienen mejoras en su software de radar para combatir la atenuación provocada por la lluvia y poder ver más profundo en la tormenta, cuentan con hidrómetro y con un radiómetro especial llamado SFMR en su ala derecha, que mide el viento y lluvia en la superficie marina, así como tanques de combustible auxiliares en sus alas para poder extender su alcance, ya que una misión promedia una duración de 11 horas. Además, el avión tiene un sistema integrado de comunicaciones vía satélite, porque donde vuelan no hay cobertura de radio.
Su tripulación consta normalmente de cinco aviadores: piloto y copiloto se encargan de mantener la altitud y velocidad deseadas; un navegador se enfoca en encontrar la ruta más segura dentro de la tempestad; un oficial de reconocimiento meteorológico funciona como director de misión y los guía para cumplir objetivos, dependiendo de lo que identifica en el radar o les solicita el NHC; y un jefe de carga o “loadmaster”, también meteorólogo, revisa aspectos técnicos del vuelo y prepara y lanza sondas de monitoreo.
Dichas sondas son cilindros de unos 40 centímetros, con un pequeño paracaídas y con sensores GPS, de humedad, presión y viento, que transmiten datos al avión durante su caída de cuatro minutos.
La dinámica del vuelo es generalmente la misma. El NHC, basado en Miami, les indica las necesidades de la misión, si la tormenta está lejos requiere de datos actualizados cada 12 horas, luego cada seis horas conforme se acerca y cada tres horas si está por tocar tierra. Un despliegue hacia un huracán activo involucra a tres aviones con sus respectivas tripulaciones. La tripulación recibe notificación de vuelo con un día de anticipación, llegan al aeropuerto dos horas antes de su salida y ya hay una misión general creada por su Centro de Control. El oficial meteorólogo contacta al NHC para revisar qué datos buscan obtener y recibir actualizaciones sobre el fenómeno y sus áreas más peligrosas, le comunica al navegante la ruta y los puntos para entrar y salir de la tormenta y elaboran el plan de vuelo. El loadmaster reúne los materiales necesarios para la misión y prepara el avión con los pilotos, después tienen un briefing de 20 minutos y despegan.
Una vez en el aire, en crucero hacia la tormenta vuelan a 24 o 25 mil pies de altitud a 250 nudos (463 kph), pero para entrar a la tormenta deben hacerlo a 10 mil pies y a 200 nudos (370 kph). Tratan de seguir la ruta trazada pero evitan peligros como zonas de turbulencia severa, granizo, rayos y trombas marinas (tornados sobre el mar), siendo estos últimos su principal amenaza junto con el “wind shear” (cizalladura), o cambios bruscos de velocidad y dirección del viento. Al penetrar el huracán, tienen hora y media para alcanzar el ojo, porque esa es la ventana de tiempo otorgada por el NHC. A 200 kilómetros del centro, el Hércules inicia un patrón de vuelo alfa, volando en trayectoria de X, pasando por el ojo, intentando hacer siempre virajes a la izquierda y buscando el punto de baja presión, o el núcleo del huracán, mientras dejan caer sondas.
En caso de alguna emergencia, la ruta de escape está planeada desde el briefing, considerando salir de la tormenta por la parte más débil hacia un aeropuerto alterno cercano, nunca por arriba del huracán debido a que encontrarían congelamiento al intentarlo.
El trabajo del 53° escuadrón parecería único en el mundo -y hasta cierto grado lo es-, pero desde 1956 existe una división perteneciente a la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA) norteamericana, que igualmente realiza vuelos hacia los huracanes.
La División de Investigación de Huracanes de NOAA tiene tres aeronaves, destinadas a misiones con enfoque más científico, de investigación y experimentación: dos aviones turbohélice WP-3D Orion, el primero con matrícula N42RF, bautizado como “Kermit” (Rana René) y el N43RF “Miss Piggy”, usados para adentrarse al huracán; y un jet Gulfstream IV con radares, el N49RF conocido como “Gonzo”, el cual toma mediciones y arroja sondas desde la atmósfera superior, a 45 mil pies de altura, cubriendo extensos territorios.
Hay varias diferencias entre las operaciones de NOAA y de la Fuerza Aérea: los Oriones tienen más equipamiento meteorológico que los Hércules, como radares adicionales, medidores de partículas de agua y un dron llamado “Coyote”, por mencionar algunos, haciendo que su tripulación conste de más miembros especialistas. También, NOAA vuela patrones distintos a los militares, entrando más veces a la tormenta y dispersando más sondas. Dado que investigan cómo se forman los huracanes y los tratan de pronosticar, utilizan el jet G-IV para adelantarse al camino del fenómeno recopilando información de la atmósfera.
En ambas organizaciones, los aviones sirven como laboratorios ambulantes. Los Hércules y Oriones son aeronaves ideales para penetrar huracanes, puesto que son estructuralmente fuertes y tienen cuatro turbohélices, proporcionando mejor respuesta de aceleración ante la turbulencia. Además, el tener una hélice frente a la turbina ayuda a reducir la ingesta de agua o el daño de granizo y el que sean cuatro motores otorga redundancia necesaria ante fallas. A pesar de ello, desde el inicio de esta “cacería” se han perdido seis aviones y 53 vidas, ocurriendo la más reciente tragedia en 1974, tras la desaparición de un Hércules en un tifón filipino.
No obstante, estos vuelos son considerados muy seguros por sus intrépidas tripulaciones, quienes los describen como “estar en una montaña rusa dentro de un lavado de autos a oscuras” y los datos obtenidos por sus hazañas aéreas han probado ser irreemplazables, creando pronósticos o “conos de incertidumbre” más exactos y reduciendo el gasto de evacuaciones innecesarias aumentando su costo-beneficio, si observamos que cuesta un millón de dólares evacuar una milla costera.
Así pues, transcurridos ochenta años desde que el coronel se adentró en aquel huracán para cumplir el reto, actualmente se salvan el 90% de las vidas que se perdían antes de 1950, ejemplificando uno de los casos más exitosos en los que la aviación está al servicio del pueblo. Entonces, mantengamos un ojo atento para identificar a estos jinetes de la tormenta sobrevolando ocasionalmente nuestras aguas.
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