Es tentadoramente fácil permanecer en la cotidianidad global contemporánea sin tener presente aquellos acontecimientos que en su momento fueron trascendentes y nos dieron la estructura y apuntalamiento para llegar hasta donde estamos. Esta visión sincrónica –donde no hay un origen del cual venimos ni un destino al cual vamos- es característica de una sociedad saturada de información, difícilmente influida por la innovación y caracterizada por la incorporación automática de avances trascendentes. Para pronto, hemos perdido la capacidad de sorprendernos.
Pero esto no siempre ha sido así. Hace apenas medio siglo, cincuenta años que en una escala social-temporal es apenas hace un instante evolutivo y socialmente una vida entera, el mundo se encontraba en el más profundo estado de asombro. Y lo anterior con justificada y plena razón: el ser humano se había convertido en una especie trascendente, misma que dejó nuestro planeta y puso su pié físicamente en otro mundo. El 20 de julio de 1969, Neil Armstrong caminó sobre la superficie de la Luna, cuerpo celeste que hasta ese día parecía tan sólo una distante ilusión de alcanzar. Pero a partir de un breve momento en el tiempo y el espacio se creó un parte aguas para nuestra especie. Antes de ese momento sólo había sueños aparentemente inalcanzable y rezagados a la fantasía; a partir de ese momento había ilusiones y visión alcanzable por medio de la ciencia y la tecnología.
La misión Apollo 11, el proyecto más ambicioso y complejo que ha emprendido la humanidad, llevó a tres hombres a la luna en dos naves espaciales. En la cápsula de mando permanecería un piloto como no había hasta ese momento, y en el módulo de aterrizaje dos pilotos de prueba que harían historia. Impactante es saber que tan cerca estuvieron de cancelar el aterrizaje histórico, e impensable comprender todo lo que estaba en juego.
Esta misión es uno de los más grandes hitos de la especie humana, un logro casi inimaginable para el momento, y sin duda un referente para el futuro de la exploración espacial. La visión completa de la Tierra, la humanidad, y del espacio cambió para siempre, empezando con un pequeño paso en un paisaje carente de atmósfera, desierto, inerte, donde sólo se podía apreciar el gris claro del suelo y la más profunda negrura del espacio. Y en el fondo una esfera azul suspendida en el espacio, invocando un hogar al que se volvería para sobrevivir, pero con la promesa de abandonar una vez más para llegar a donde ningún ser humano había llegado antes.
Las Misiones Apollo fueron los proyectos más ambiciosos, complejos y costosos que ha emprendido la humanidad; y la inversión científica, tecnológica y financiera no tuvieron precedente. Incontables científicos dieron sus vidas a este proyecto, y al menos tres astronautas dieron sus vidas físicamente para su éxito. No existe empresa humana más compleja, arriesgada y profundamente comprometida que el envío de un hombre a la Luna; ni aquella que haya dejado un legado más profundo y trascendente.
Pero en retrospectiva, debemos darnos cuenta que lo que en su momento era el pináculo de la tecnología y la sofisticación fue rápidamente rebasado. Actualmente, un Smartphone o teléfono celular que cuente con tecnología 4G (no la más avanzada por ninguna métrica) posee al menos la misma capacidad de cómputo –si no es que más- que las computadoras en tierra, aire y espacio que llevaron el hombre a la Luna. Efectivamente, cincuenta años después en la palma de nuestra mano tenemos más capacidad de cómputo que aquella que llevó a Neil Armstrong y Edwin”Buzz” Aldrin a la Luna aquel 20 de julio de 1969.
En ese momento se vislumbró la colonización de la Luna y otros planetas; la presencia del hombre en el espacio se vio como un futuro alcanzable y prácticamente certero, así como la puerta a otros mundos y aun futuro de la humanidad muy diferente del que tenemos ahora. Sería prudente preguntar qué fue lo que alteró esa visión, y la respuesta tiene nombre y apellido: Richard Nixon. El entonces presidente de Estados Unidos (1969-1974) tuvo en sus manos una decisión trascendental: había recursos para llegar a Marte o de establecer el Transbordador Espacial. Sabemos bien su respuesta, y la misma condenó la exploración espacial por más de cuatro décadas.
Pero ese futuro no sería definitivo, ni impondría un límite insuperable. Lo que en su momento fue un proyecto de Estado ahora es parte de la iniciativa privada, y lo que en su momento fue una bandera política ahora es motor de la empresa y la industria aeroespacial privada. Es sorprendente ver cómo ahora la punta de lanza en la exploración espacial no la llevan a cabo gobiernos sino empresas multinacionales, y no son científicos adscritos a un Estado u otro sino colaborando globalmente, trascendiendo fronteras y límites para llevar al ser humano nuevamente a otro mundo.
La carrera continúa, y la exploración y explotación del espacio exterior es imposible de evitar. Ese es el futuro que nos aguarda, y pese a que existen voces conservadoras que invitan a quedarnos en este mundo la tendencia de nuestra civilización nos lleva lenta pero invariablemente más allá de nuestra atmósfera. Sin duda hay voces que pregonan que esta visión es “utópica”, “inalcanzable” o “idealista”. Entre ellas estarán aquellas que consideren este como un “sueño” o como algo profundamente inútil. Pero son esas voces que en su ignorancia e ignominia prefieren olvidar el ayer para evitarse pensar en el futuro, y que eligen vivir en el pasado en vez de voltear la mirada al porvenir.
Esa visión se vio consolidada en un simple paso, en el clímax de nuestra especie, en una transmisión que tardó 1.27 segundos en llegar desde la superficie de la Luna hasta nuestro planeta, misma que rezaba a una voz contundente, temerosa pero esperanzada…
“[Es]un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”.
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