Recientemente tuve el privilegio de compartir, sin esperármelo, un vuelo entre Santa Lucía y Tijuana, a bordo de un Airbus A-320 de Volaris, con una persona adulta que jamás en su vida había volado.
No es la primera vez que vivo la experiencia. Recuerdo que hace varias décadas acompañé a mi hoy día compadrito Chema en su primer vuelo, en ese caso un Cessna 172 desde el Aeropuerto de Atizapán, Estado de México. Me compartió su emoción por lo que vivió. Lo irónico es que, cuando me enteré que había hecho un primer vuelo en un jet comercial, me dijo que “no había sentido nada emocionante…”. Así la vida, ¿verdad, estimado lector?
Mejor regresemos a la experiencia que acabo de vivir: el pasajero era una joven señorita que se prestaba a migrar vía Tijuana hacia los Estados Unidos. Me di cuenta de que no era muy versada en esto del aerotransporte cuando me pidió ayuda para colocarse correctamente el cinturón de seguridad. ¿Nunca has volado antes?, le pregunté, a lo que asintió positivamente.
Gratamente, la chica estaba muy interesada en todo lo que estaba ocurriendo dentro de la aeronave y también afuera de ella, de esta manera pude explicarle cada fase del vuelo, mostrándole, por ejemplo, la maravilla de un atardecer visto desde la ventanilla de una aeronave operando a unos treinta y pico mil pies de altitud.
Algo que intenté explicarle para que lo tome siempre en cuenta, tal y como lo hice con mi hijo unos minutos antes conforme observábamos las operaciones del Aeropuerto Felipe Ángeles, es que un vuelo seguro, eficiente y sostenible no es producto de la casualidad, sino resultado de un complejo y muy, pero muy, preciso y estricto proceso a nivel internacional, en el que intervienen inversiones, reguladores, documentación, leyes, entrenamiento, mercadotecnia, fabricantes de equipos, etc., y lo más importante: trabajo de profesionales de todo tipo, algunos de los cuales han ofrecido su vida en ello. Dicho en otras palabras, traté de convencerles que vieran a su vuelo como algo extraordinario, aun en el marco de esa supuesta “normalidad” que caracteriza al aerotransporte del Siglo XXI.
Sobra decir que disfruté la oportunidad de compartir con esa anónima chica, y con mi chamaco, un vuelo, resolviendo sus dudas, sencillas o sofisticadas. Eso sí, siempre desde una perspectiva optimista de las realidades de la operación aérea. Imposible omitir que, más allá del “vuelito”, tal y como lo anticipé en una entrega anterior, tuve la fortuna de inducir a mi hijo Simón a la magia del fenómeno Lindbergh, justo en ese San Diego siempre hermoso y generoso para los aeronáuticos, cuyo Museo Aeroespacial resultó por enésima vez una acertada inclusión en la agenda de viaje.
Hago votos para que la damita migrante y mi heredero hayan disfrutado su vuelo con este original compañero de fila de asiento. Espero haberles podido transmitir un poco de todo aquello tan valioso que me ha regalado la aviación. Creo que todos los aeronáuticos deberíamos hacer un esfuerzo para lograrlo. En el corto y mediano plazo vamos a necesitar nuevos profesionales en varias especialidades que garanticen el sano desarrollo del medio.
Por cierto, ¿a usted le ha tocado “bautizar” aeronáuticamente a alguien?
¡Cuéntenos su experiencia, por favor!
En una de esas la recordará con gusto, como yo lo hago en relación con la mía en este momento.
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