El desarrollo e incremento de los viajes espaciales y la actividad fuera de la tierra es un concepto que cada vez está más cercano y que se prevé que en la década de 2030 tenga un crecimiento exponencial también con la construcción de bases lunares permanentes.
Por ese motivo, es importante conocer con precisión los efectos que tienen estas actividades para la salud, pues tal como lo señala Daniel Mediavilla en una publicación de El país.
Las décadas de exploración espacial, en particular la gran cantidad de astronautas que han vivido durante meses en la Estación Espacial Internacional, ha proporcionado mucha información sobre lo que le sucede al cuerpo en la órbita terrestre y hoy es posible acceder a ellos a través de la revista Nature, la cual publica el mayor compendio de datos sobre medicina y biología aeroespacial hasta la fecha.
Los autores del trabajo sugieren que la medicina espacial necesita desarrollar sus propias bases de datos, herramientas y protocolos para alcanzar el nivel que tiene la disciplina en la Tierra.
En uno de los artículos, se presenta el Paquete de Atlas Médico y de Ómicas Espaciales (SOMA). En él se incluyen datos recogidos en proyectos como el estudio que se realizó con los gemelos Kelly, midiendo las diferencias entre el que viajó al espacio y el que permaneció en la Tierra, el proyecto Inspiration4, una excursión de tres días para cuatro astronautas aficionados organizada por Space X, o datos de las misiones de la agencia espacial japonesa (JAXA).
Los datos de Inspiration4 muestran que un vuelo de corta duración en la órbita baja de la Tierra, a poco más de 500 kilómetros de altitud, produce cambios parecidos a los de más larga duración. Muchos de esos efectos son similares a los que se observan cuando el cuerpo percibe alguna amenaza, como un elevado nivel de citoquinas, unas proteínas que regulan la respuesta de las células del sistema inmune, un alargamiento de los telómeros, que también sucede cuando hay una necesidad de reparación de las células, cambios genéticos que favorecen la activación inmunitaria o repuestas frente al daño del ADN.
Christopher Mason, profesor de la Universidad Cornell y uno de los autores de los estudios, cree que la disrupción que se observa en el sistema inmune “son parte de la adaptación al vuelo espacial, a una situación en la que el cuerpo está sometido a estrés, por la microgravedad, por una mayor exposición a la radiación y a un entorno raro, con cambios de fluido que trastornan el sistema linfático”.
“Nuestros cuerpos han evolucionado para vivir con gravedad y creemos que estos cambios en el sistema inmune son una adaptación para un trastorno indeterminado que percibe el organismo”, añade.
La buena noticia es que más del 95% de los marcadores alterados durante el vuelo espacial regresaron a los niveles normales en los primeros tres meses tras el regreso a la Tierra.
Algunas citoquinas, proteínas y genes permanecieron con la activación propia del vuelo espacial durante más de tres meses y será necesario estudiar si eso tiene consecuencias negativas. Las mujeres recuperaron los niveles normales de los marcadores estudiados más rápido que los hombres.
Otro de los estudios, publicado en Nature Communications, ha identificado un obstáculo fisiológico para un viaje tan largo como el necesario para llegar a Marte y volver.
La mayor parte de los viajes espaciales, como los de los astronautas que orbitan en la Estación Espacial Internacional (ISS) o los turistas espaciales, permanecen en la órbita baja de la Tierra, donde aún están bastante protegidos de la radiación cósmica por el campo magnético de nuestro planeta. Solo 24 personas, los estadounidenses que viajaron a la Luna con el programa Apolo entre 1969 y 1972, se vieron expuestos a los rayos sin ese escudo y en ningún caso durante más de 12 días.
Aunque en los viajes espaciales se ha detectado pérdida de hueso, un debilitamiento del corazón o de la vista y el desarrollo de piedras del riñón, los astronautas nunca se han expuesto a la hostilidad del espacio profundo durante el largo periodo necesario para ir a Marte y regresar.
Un equipo de University College London ha analizado lo que sucede en los riñones cuando se viaja al espacio, acumulando datos de astronautas y haciendo simulaciones de viajes de larga duración en ratones y ratas.
Los resultados muestran que las condiciones de microgravedad o la radiación espacial cambian los riñones de humanos y animales.
Por un lado, la microgravedad, probablemente, cambia algunas estructuras de estos órganos, algo que cambia la forma en que procesan las sales y facilita la aparición de piedras en el riñón, un problema asociado al vuelo espacial.
Estos cambios se podrían acelerar también por la exposición a los rayos cósmicos. Uno de los resultados más alarmantes del equipo de UCL es que, al exponer a ratones al equivalente a dos años y medio de radiación cósmica, sus riñones sufrieron daños permanentes.
“Si no desarrollamos nuevas formas de proteger los riñones, aunque los astronautas lograsen llegar a Marte, podrían necesitar diálisis en el camino de vuelta”, destacó Keith Siew, primer autor del estudio.
“Sabemos que los riñones tardan en mostrar daños por radiación; cuando sean visibles, probablemente será demasiado tarde para evitar que fallen y podría ser catastrófico para la misión”, añadió.
En los estudios también se analizan los efectos del viaje espacial en un posible embarazo, los daños en la piel, en la microbiota intestinal o en el funcionamiento del hígado.
La acumulación de información será necesaria para diseñar los sistemas de protección o, incluso, los tratamientos farmacológicos que protejan a los astronautas de los riesgos del viaje espacial. Algunos de esos productos, como unas pastillas que permiten soportar la radiación, tendrán aplicación en la Tierra, incrementando, por ejemplo, los márgenes de seguridad de la radioterapia que reciben las personas con cáncer.
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