Tengo el doble privilegio de trabajar en las instalaciones de un aeródromo y de pernoctar entre semana en sus linderos, ventaja que me permite estar en posibilidad de ver aeronaves despegar y aterrizar virtualmente día y noche.
Habiendo experimentado en primera persona, cuando me adiestré por esos mismos cielos bajo los cuales actualmente me desempeño, lo que la inestabilidad del ambiente puede hacer a un avión, no me sorprende que al intentar aterrizar en la infraestructura en comento los pilotos eventualmente decidan iniciar una aproximación fallida, o como me gusta llamarles, una “ida al aire”, en aras de la seguridad de la operación.
Lo cierto es que en estas semanas he sido testigo de una cantidad extraordinaria, por lo menos desde mi perspectiva, de ese tipo de maniobras, protagonizadas por equipos de aerotransporte regular, tanto así que llegué a pensar en la posibilidad de que “algo” estuviese faltando a esos aviadores a la hora de enfrentar condiciones meteorológicas que, desde una terrestre perspectiva, no parecen ser lo suficientemente malas como para justificar una decisión que en una de esas puede representar la diferencia entre un vuelo rentable para la aerolínea o uno ya deficitario. No hay que olvidar que, en el contexto de la aviación comercial moderna, los márgenes de maniobra para mantenerse en números negros financieramente hablando son muy limitados.
Los años en el medio y el recuerdo de tiempos dorados, en los que los grandes protagonistas en el aerotransporte mexicano eran mis adorados Boeing 727, de Mexicana, y los no menos entrañables Douglas DC-8, 9 y 10 de Aeroméxico, me jugaron una pasada al hacerme pensar que esos pilotos enfrentarían con otra actitud y pericia condiciones de vuelo como las que obligaron a los capitanes de las aeronaves que he visto haciendo un segundo o tercer intento de aproximación a un aeropuerto.
Osé pretender justificar mi teoría solicitando la opinión precisamente de uno de esos grandes e históricos comandantes de 727 de Mexicana, esperando que me dijese: “tienes toda la razón, Juan Antonio”, en esas condiciones nosotros no nos hubiésemos “ido al aire”. Pero, ¡sorpresa! En toda una cátedra de profesionalismo (honestidad, experiencia, responsabilidad y capacitación) el muy estimado capitán Gerardo Brand Ramírez me presentó un panorama que me parece digno de ser compartido, en especial con las actuales y las futuras generaciones de hombres del aire que siento tienen mucho que aprender de la magistral lección que me dio mi amigo Gerardo con sus comentarios.
Comenzó agradeciendo el concepto que le compartí de los pilotos del 727 de Mexicana, pero no tardó en compartirme que eran un foco rojo para Boeing, debido a que le perdieron respeto al modelo, no precisamente por mala actitud o indisciplina, sino como resultado de cierta condición relacionada con el hecho de volar por muchos años solamente ese equipo, algo que por un lado tenía la bondad de permitir a los aviadores conocer muy bien al 727, pero por el otro, traía consigo un exceso de confianza, que los llevaba a ser, y cito al capitán, “un poco temerarios”, tanto que Boeing, con justicia, estaba alarmada, como lo estaban las aseguradoras luego de que se cayesen aeronaves de Mexicana a la hora de enfrentar amenazas como el cizalleo, caso del vuelo 801 que se estrelló en el Lago de Texcoco al intentar aproximarse al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México procedente de Chicago, un 21 de septiembre de 1969, accidente en el que volaba un amigo de la familia y una sobrecargo (Graciela Flores), esta última eventualmente víctima de otro accidente de un 727 de Mexicana, el del vuelo 940 del 31 de marzo de 1986 comandado por su esposo.
Hoy día, y esa es la buena noticia, me comparte el comandante Brand, es que entre tecnología, adiestramiento y respeto a procedimientos la amenaza de fenómenos, como el cizalleo, ya no cobra la vida de tantos ocupantes de una aeronave, de ahí tantas “idas al aire” que por cierto podemos disfrutar viéndolas desde tierra o experimentándolas en nuestros asientos a bordo de un vuelo.
Aún así, no dejo de pensar que me sentiría más seguro volando con un veterano comandante “a la antigüita”, que en manos de la nueva generación de pilotos “de cristal”. Y no, por ningún motivo estoy diciendo que nuestros actuales pilotos sean malos, por el contrario, deben ser muy buenos, solo que no puedo dejar de valorar la labor de aquellos con los que me formé aeronáuticamente, hace ya algunas buenas décadas, en las que los 727 de Mexicana y los Douglas de Aeroméxico eran los grandes protagonistas en nuestros aeropuertos.
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