Para mis conocidos, y seguramente para algunos de mis estimados lectores, a los que no tengo aún el gusto de conocer, creo que les queda claro que he sido un ávido coleccionista de memorabilia aeronáutica, hobby en el que el capítulo de bibliografía ha tenido un papel relevante en mi vida.
La verdad es que tengo algunos verdaderos tesoros como podrían ser ediciones autografiadas de libros por parte de Igor Sikorsky, Paul Tibbets, Pappy Boyington o Roberto Fierro, pero pocos como los ejemplares que en mu momento me autografiaron dos grandes de la literatura aeronáutica mexicana: el ingeniero José Villela Gómez y el periodista Manuel Ruiz Romero, este último habiéndome honrado además con incluir mi nombre en su Diccionario Biográfico Aeronáutico Mexicano, mismo que me autografío.
Debo confesar que tan orgulloso me sentí del detalle que adquirí tres ejemplares de la obra, uno de los cuales conservé, mientras que los otros dos se los entregué a cada uno mis entonces dos hijos.
El hecho es que me acabo de enterar de que un ejemplar del diccionario fue descubierto en una librería de viejo en la zona de Los Ángeles, California, nada menos que por un amigo y ávido coleccionista de lo aeronáutico, alguna vez como quien suscribe esta nota miembro de la Lindbergh Collectors Society. Habiendo capturado su atención Gary le dio una hojeada al libro solo para comprobar que el mismo alguna vez le había pertenecido a su mexicano colega.
La pregunta me resultó obligada: ¿Cómo es que dicho libro fue a dar a esa librería?
Que el descubrimiento haya tenido lugar en Los Ángeles invariablemente me hizo pensar que la copia es la que en algún momento entregué a mi hijo Juan Pablo, residente por décadas del sur de California.
Quiero pensar en positivo y que en una de esas a mi hijo, a la hora de hacer uno de esos ejercicios de “limpieza” de triques y otros objetos para mudarse a las universidades en las que ha estudiado, “se le fue” el libro dedicado a su padre y en el que además aparece. La verdad, conociéndolo, no me lo imagino haciendo algo así.
A la que también conozco es a su progenitora, de ahí que me atrevo a pensar que fue ella a la que le valió ahora sí que le valieron “mamita” tanto el libro como el potencial significado que para nuestro hijo en común tenía y decidió venderlo a un comprador de viejo, junto con quién sabe cuántas cosas más, especialmente si se relacionan con su padre.
Lo cierto es que el cosmos se confabuló para que mi Lindberghiano amigo eventualmente lo encontrase en una de sus andanzas en búsqueda de tesoros y me hiciese saber no solamente del hecho sino también que me lo estaría enviando, algo que final y felizmente sucedió.
Curiosa y encontrada emoción la que sentí al comprobar que efectivamente se trataba de la copia que obsequié a mi hijo al que ya informé que eventualmente le volveré a entregar el testarudo documento que pareciera que simple y sencillamente se niega a abandonar nuestra familia.
En cualquier caso que la moraleja es clara: estimados amigos y amigas coleccionistas, tengan cuidado con sus tesoros, no vayan a terminar siendo desechados como si no valiesen nada por parte de sus ex parejas.
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