Creo que no es un secreto mi pasión por la vida y obra del aviador norteamericano Charles A. Lindbergh. Estudiarlo ha resultado, debo reconocer, una gratificante experiencia. Haber presidido la C.A.L./N-211 COLLECTORS SOCIETY, dedicada a preservar el recuerdo del aviador y de su famoso avión “Espíritu de San Luis”, es un orgullo que atesoro.
Y pensar que todo ello comenzó en Toronto, Canadá un día de verano del año 1982 cuando mi novia y por cierto, actual pareja, me obsequió un par de libros, uno de ellos titulado: “Hacia una nueva política aérea en el Atlántico del Norte”, y el otro, recopilando primeras planas del periódico New York Times con noticias aeroespaciales, en cuya portada estaba Lindbergh, principal protagonista de la historia de los vuelos transatlánticos, tema con el que di inicio a la tesis con la que eventualmente obtuve mi título de licenciatura.
Muy pronto me enteré que, contrario a la creencia general, la valiente y ampliamente divulgada gesta del originario de Detroit, Michigan al mando del “Espíritu de San Luis” volando de Nueva York hasta París en mayo del año 1927, no había sido el primer recorrido aéreo transatlántico, ni siquiera el primero en realizarse sin escalas entre América y Europa. Para mi sorpresa, 78 personas entre pilotos, tripulantes y hasta un polizón, habían vencido al océano antes que mi héroe, comenzando por los tripulantes de un anfibio Curtiss de la Marina Norteamericana registrado como NC-4 de Albert C. Read, que, luego de haber despegado de la costa del Estado de Nueva York en los Estados Unidos el 8 de mayo de 1919 y hacer escalas en Massachusetts, Nueva Escocia y Terranova en Canadá y las Islas Azores (Portugal), logró aterrizar 19 días después: un 27 de mayo, en las aguas frente a Lisboa, la capital lusa, ya en plena Europa continental. El NC-4 proseguiría hacia España y finalmente llegaría a Plymouth, Inglaterra, nación de la que provenía el aviador John Alcock que junto con el escocés Arthur Brown logró finalmente vencer también el Atlántico del Norte sin escalas, al mando de un Vickers Vimy que despegó de Saint-John´s Terranova el 14 de junio de 1919, aterrizando al día siguiente cerca de Clifden, Irlanda, tras un vuelo de escasas 16 horas de duración.
En tiempos en los que se calcula que más de dos mil 500 aeronaves cruzan diariamente con gran seguridad el Atlántico del Norte en ambas direcciones, cargadas de miles de pasajeros, tripulantes y toneladas de mercancías, me parece importante no olvidar que apenas hace cien años, tales vuelos eran todas unas costosas y peligrosas hazañas, reservadas para unos cuantos, generalmente militares respaldados por sus poderosas armas y gobiernos.
Volar y ver volar se ha vuelto tan rutinario que se nos olvida que el aerotransporte no es producto de la casualidad, sino el resultado de un enorme esfuerzo técnico, económico y regulatorio, en el que se han invertido enormes recursos y por el que se han pagado muchas vidas.
Es así que en este mes de mayo del 2019 pienso en los pioneros de los vuelos transatlánticos en el hemisferio norte, en especial en los que hace ya cien años conquistaron ésta que fue, ha sido y será una de las rutas aéreas más importantes, no solamente cuantitativa sino también cualitativamente hablando. Y es que pocos vuelos siguen capturando la imaginación como un vuelo sin escalas por encima de esas frías y tempestuosas aguas que unen a la vieja y tradicional Europa, de la joven y pujante Norteamérica.
Facebook comments