“Si me dieran a escoger entre las aves y los aviones, preferiría a las primeras”, dijo Charles A. Lindbergh, ya muy entrado en esa etapa ecologista que lo caracterizó en los últimos años de su vida.
En Lindbergh suelo pensar en cada oportunidad que tengo de disfrutar de mi hora de comida degustando de un buffet en el que se me permite sentarme en una mesa adyacente a unos enormes cristales desde los que se observan las pistas del aeropuerto en el que trabajo y en el que hacia esa hora, el personal del equipo de control de fauna nociva lanza al vuelo a un hermoso e imponente halcón que al recorrer el perímetro aeroportuario espanta a aves menores, mitigando el riesgo de una colisión con alguna aeronave.
¿Qué disfruto más? ¿El vuelo del halcón o el aterrizaje de ese Airbus A380 con el que suelo concluir mi espacio alimenticio y de esparcimiento? No lo voy a negar: Me encanta ver volar lo que sea, de metal, madera, plástico o carne, hueso y plumas, pero creo que disfruto más del espectáculo del elegante carnívoro alado que el del masivo avión europeo; es decir, tiendo a estar de acuerdo con el “Águila Solitaria”, como se le conoce al que, por más defectos que se quiera encontrar, siempre será uno de los grandes héroes aeronáuticos.
Verdad incontestable: Operar aeronaves tiene un impacto negativo en el medio ambiente; el reto es mitigarlo hasta donde sea científicamente posible.
La aeronáutica mundial entera, comenzando por sus principales organizaciones internacionales con la Organización de Aviación Civil Internacional a la cabeza, hacen esfuerzos para contribuir a lograr esta aspiración que no debe ser considerada un lujo sino toda una necesidad.
Y es que el medio ambiente ya no resiste más; esas aves que disfruto tanto ver volar están en peligro de desaparecer, como lo está todo lo que habita nuestro planeta ante el avance de la contaminación y la sobre explotación de los recursos naturales.
Es así que conforme observo ese halcón sobre las pistas del aeropuerto miro hacia el norte: hacia Texcoco y me pongo a pensar en los retos, pero sobretodo en la necesidad de asegurarnos que en la construcción de la nueva infraestructura del Valle de México se preserve ese indispensable equilibrio entre el desarrollo de lo aeronáutico y la protección de lo ambiental. Equivocarse en ello tendría un fuerte impacto en el balance ecológico de la urbe más importante del continente y por ende repercutiría en la calidad de vida global.
Nuestros hijos y nietos nos agradecerán poder ver modernas aeronaves en los cielos de la Ciudad de México, pero no tanto como apreciarán el que les podamos heredar un ambiente en el que las aves también pueden volar.
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